Hace un tiempo escuché a Juan Pablo Fusi que el franquismo no había sido un ‘Estado de Derecho’, pero sí un ‘Estado con Derecho’. Pese a que el historiador no reivindicó la paternidad de la frase, me pareció toda una osadía por su parte proclamarla en voz alta… en la era del tuit; pero en todo caso, resultó una osadía altamente reveladora. Efectivamente, el franquismo se parecía a la democracia lo que un huevo a una castaña, y sus llamadas Cortes eran en sí mismas una excepción in términis de la soberanía popular y parlamentaria. Sin embargo, es cierto que el ‘régimen’ contaba con sus propias leyes y, bien que mal -también con sus convenidas excepciones- las aplicaba. No es casualidad que la Transición se articulara jurídicamente, ‘de la ley a la ley’. Ni que el famoso e histórico ‘hará-kiri´ de aquellos provectos procuradores del Reino viniera precedido de la lectura solemne de un texto articulado y hasta de una retórica votación.
Tuvo que llegar la Constitución para que los españoles conociéramos la enorme diferencia que conlleva una mera proposición entre dos mismas palabras: de ‘Estado con Derecho’ a ‘Estado de Derecho’. Ahora, la ley no iba a ser solo una circunstancia, un condicionante, un elemento añadido o convenido al sustantivo del poder. Justo al revés, el poder iba a quedar supeditado a la propia ley. En el Estado de Derecho, la ley pasaba a ser el sustantivo.
Claro que para que la diferencia gramatical fuera real se exigía una novedad tan importante como la separación de poderes. Era fundamental que las leyes las elaboraran los políticos elegidos y que las aplicaran los jueces. Sin vasos comunicantes. Sin intromisiones.
Tuvo que llegar la Constitución para que los españoles conociéramos la enorme diferencia que conlleva una mera proposición entre dos mismas palabras: de ‘Estado con Derecho’ a ‘Estado de Derecho’. Ahora, la ley no iba a ser solo una circunstancia, un condicionante, un elemento añadido o convenido al sustantivo del poder. Justo al revés, el poder iba a quedar supeditado a la propia ley
El ‘régimen del 78’ soportó, sin llegar a romper sus costuras, que el Parlamento extendiera desde el año 85 -casi desde su estreno- su influencia directa sobre el Gobierno de los jueces. Y el propio Poder Judicial lo había resistido, con innegable desgaste pero con notable dignidad. Pero a lo que nunca se había enfrentado el ‘Estado de Derecho’ es a que fuera el propio Poder Ejecutivo el que invadiera los demás poderes. La declaración del Estado de alarma sin control legislativo y por un tiempo 12 veces superior al establecido por la Constitución; el amago de rebaja de mayorías en la elección de vocales del CGPJ; el pase -efectivo e inmediato- de un ministro de Justicia a Fiscal General del Estado; la proyectada reforma a la carta de los delitos de rebelión y sedición… son solo algunos síntomas del riesgo de evolución a un… “Derecho de Estado’.
En realidad no es un fenómeno del todo nuevo. En décadas de democracia, los embates de la política han afectado seriamente a este equilibrio trinitario -Ejecutivo, Legislativo, Judicial-; un equilibrio seriamente sostenido en más de una ocasión por ese otro ‘Cuarto Poder’ tácito que representa la prensa. De no ser por sus descubrimientos de papel, probablemente esa mutación gramatical, esa vieja persistencia de la razón de Estado, habría cobrado cuerpo en la arquitectura institucional de España. No hay más que recordar los procesos judiciales contra los Gal en pleno felipismo, o las investigaciones sobre las escuchas ilegales del Cesid…
Pero tampoco está de más señalar ese ‘Derecho de Estado’ como una amenaza vigente ahora que la democracia, en medio de una especie de ‘crisis de los cuarenta’, acusa un envejecimiento prematuro. No se trata solo de la tentación de patrimonializar el Estado con leyes de parte: Cada amenaza verbal de un miembro del Gobierno al estamento judicial, cada envalentonamiento político frente a los procesos, cada acusación de ideologización y de interés corporativo o personal en las decisiones jurídicas… representa un piquete en el armazón, hoy calcáreo, del Estado.