El referéndum de Escocia ha puesto de relieve el resurgir del nacionalismo en Europa.
Un 45% de los escoceses ha votado por la independencia y Londres se ha visto forzado a abrir un proceso de cesión de competencias que afectará también a Gales, Irlanda del Norte e Inglaterra.
En España, Cataluña reclama un referéndum de autodeterminación, y el País Vasco, cuyo Estatuto le reconoce amplísimas competencias, incluida la capacidad de recaudar impuestos y gestionarlos, no se quedará atrás de cualquier concesión que el Gobierno haga a la Generalitat.
Pero el nacionalismo no sólo es una ideología que amenaza la unidad de Reino Unido y España, sino que se ha reavivado en toda Europa. El fenómeno del Frente Nacional de Marine Le Pen, en Francia; del UKIP de Farage en Gran Bretaña; del partido Alternativa por Alemania; del grupo de extrema derecha Democracia Sueca; o incluso del propio gobierno de Fidesz en Hungría, responden a un patrón muy parecido.
Por no hablar del nacionalismo que caracteriza al gobierno de Vladimir Putin y que le ha servido de justificación para anexionarse Crimea.
Vivimos pues en medio de una paradoja histórica: el mundo globalizado, en el que internet ha roto todas las fronteras y en el que los mercados financieros abarcan del Pacífico al Atlántico, convive, o más bien, ha dado lugar al renacimiento de ideologías propias del siglo XIX.
Igualmente, esta eclosión nacionalista se produce cuando Europa está en proceso avanzado de construcción, tras haber consolidado una moneda única y un Banco Central Europeo.
Si miramos a Oriente, nos encontramos con que los tres gigantes, China, India y Japón, están gobernados por líderes profundamente nacionalistas.
Naturalmente, las causas que han llevado a este renacimiento del nacionalismo son distintas. Mientras que en China o Rusia la pulsión identitaria ha sido agitada desde el poder para justificar un expansionismo de corte imperialista (conflictos territoriales con Japón en el primer caso, e invasión de Crimea y amenaza sobre el Este de Ucrania en el segundo), en los de Escocia y Cataluña se ha utilizado una reivindicación histórica para provocar una ruptura que, supuestamente, habría de proporcionar a los ciudadanos de ambos países una mejor calidad de vida.
Sin embargo, en todos esos movimientos hay algo en común: la búsqueda de una identidad propia en un mundo que tiende a la uniformidad; en definitiva, el rechazo a la globalización.
Si el ascenso del nacionalismo es preocupante en todo el mundo, aún lo es más en Europa. Nuestro continente ha vivido dos guerras mundiales que provocaron decenas de millones de muertos y, en ambas, fue la exacerbación de la nación, de la superioridad incluso de la raza, lo que desencadenó el conflicto armado.
La idea de una Unión Europea nace en los años cincuenta precisamente como reacción a la barbarie, como una forma de garantizar que lo sucedido entre 1914 y 1918 y entre 1939 y 1945 no se volvería nunca a repetir.
¿Qué ha ocurrido para que ahora tantos europeos se desentiendan de ese proyecto ilusionante? Seguramente, el detonante de esa desafección ha sido la gestión de la recesión económica. Los ciudadanos de la UE han identificado a Bruselas con recortes y austeridad y, en cierta medida, con el desmantelamiento del estado de bienestar.
Durante los últimos años, lo único que han transmitido las instituciones y autoridades europeas han sido mensajes relacionados con ajustes presupuestarios y ni siquiera se ha sabido poner en valor las ayudas que, como las concedidas a España en 2012, han servido para evitar un colapso financiero.
Pero no sólo ha sido la identificación del proyecto europeo con los recortes lo que ha alimentado a los movimientos nacionalistas y euroescépticos, sino una concepción demasiado centralista y burocrática de la UE.
El excesivo poder de Berlín, sin apenas contrapeso; las presiones para la expulsión de Grecia, y la imagen de una Europa dividida en dos bloques, los buenos, los del norte; los malos, los del sur, han contribuido al alejamiento de los ciudadanos de una idea que en lugar de ilusionarles sólo les provoca angustia.
En definitiva, el resurgir del nacionalismo es el síntoma de un fracaso de la política con mayúsculas, la constatación de que la gente no quiere ser tratada como un coste de producción. Espero que aprendamos la lección.