El pensador alemán Lucian Hölscher asegura en su libro “El descubrimiento del futuro” que las grandes utopías de un futuro mejor para las sociedades occidentales “se fueron diluyendo en las últimas décadas en el ideal de una sociedad del bienestar de clase media, definida en lo esencial por la economía”. Esta reflexión nos puede ayudar a comprender mejor, a la luz de la Historia, el profundo shock que la crisis económica ha producido en la sociedad española. Una crisis que ha puesto a prueba el ideal de un futuro mejor para nuestros hijos.
La economía se derrumbó de repente, a traición y sin previo aviso. Y detrás de ella, en tiempo récord, brotó la corrupción con la intensidad de un geiser repleto de los excesos del pasado. Los escándalos contaminaron a todas las instituciones del Estado –incluida la intocable Monarquía- y como consecuencia se desplomó también la confianza de los españoles en sus instituciones representativas, en sus tribunales de justicia, en sus dirigentes políticos, en los poderes del Estado, en los bancos, en las empresas, en los sindicatos, y hasta en sí mismos. El trauma está durando más que las causas que lo produjeron. Los valores que creíamos inmutables ya no lo son. El progreso se ha detenido bruscamente.
Nuestro modelo inmutable ha mutado y la sociedad entera asiste incrédula a este desmoronamiento sin vislumbrar una salida al laberinto
Desde siempre las generaciones han valorado el conocimiento y la experiencia por su fidedigna representación del mundo. Creíamos saber dónde estábamos y lo que éramos porque, como sostiene el sabio alemán, lo fiábamos todo a nuestro bienestar económico. El crecimiento parecía imparable. El precio de los pisos no podía bajar. Podíamos comprar hoy y pagar mañana. Pero ¿qué sucede si el mundo cambia de un modo que continuamente pone en entredicho la verdad del conocimiento existente, sorprendiendo hasta a las personas mejor informadas?. El sociólogo Zygmunt Bauman se interrogaba así sobre la naturaleza voluble y esencialmente imprevisible de los cambios contemporáneos.
Nuestro modelo inmutable ha mutado y la sociedad entera asiste incrédula a este desmoronamiento sin vislumbrar una salida al laberinto. Las heridas sociales provocadas por el injusto reparto de las cargas de la crisis han producido un malestar emocional que se palpa en la calle y cuando se cierra la puerta de las casas. El dolor de la crisis está muy mal repartido, sin que las autoridades –por acción o por omisión- hayan podido evitarlo. Millones de españoles han perdido su puesto de trabajo y conservarlo ya no es garantía de una vida digna.
Las instituciones democráticas están sufriendo las consecuencias de este desastre inesperado en forma de un descrédito de la política sin precedentes en las últimas tres décadas. La mayoría de los españoles han dejado de creer en sus representantes. Incertidumbre, turbación, perplejidad, desasosiego y confusión. Éstas son las palabras de nuestros días. Los españoles buscan respuestas y en su camino han dado una patada al tablero político e institucional que resistía firme, sólido y cómodo desde la Transición. Nos hemos quedado sin tablero, pero no hemos construido aún otro alternativo. Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Ni siquiera se puede vislumbrar un destino gatopardiano en el que todo cambie para que todo siga igual.
Las referencias intelectuales, tan despistadas como el ciudadano de a pie, vuelven al “nos duele España” de la crisis de identidad del 98. Y buscan en la Transición de los años 70 del siglo pasado la fórmula mágica para repetir la hazaña del gran consenso nacional. Hay añoranza de aquella política y de aquellos políticos, de aquellos sindicatos, de aquellos empresarios y de aquella joven Monarquía. La época y la épica del descontento retorna, o quizá nunca se fue, emboscada tras un bienestar material que ha acabado resultando sólo fachada. España está a la espera de un milagro para que escampe tras un temporal devastador que nos ha arrebatado el sueño de un futuro apacible.