El derecho de propiedad ha sido una pieza básica del constitucionalismo. La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 lo concibe como un derecho natural, inviolable, imprescriptible e incluso sagrado. Situado en el mismo plano que la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión, es indudable que este derecho individual sobrepasa el ámbito privado y de mera garantía frente a la intervención estatal. Es el fulcro sobre el que se construye la organización y el funcionamiento del Estado liberal de Derecho.
Decía B. Constant en su famoso discurso de 1819 que la libertad de los modernos consistía en disfrutar de la vida privada, a diferencia de la libertad de los antiguos, que se centraba en la participación en los asuntos públicos y, aunque exaltaba la bondad de la libertad de los modernos, advertía del peligro de ser absorbidos por el disfrute de la independencia privada y por la gestión de los intereses particulares, renunciando demasiado fácilmente al derecho de participación en el poder político. Sin embargo, esta renuncia contaba con una garantía previa y es que la organización y funcionamiento del Estado se hallaba predeterminada por la proyección pública y constitucional de la propiedad privada. La representación política nació en el liberalismo vinculada a la propiedad (sufragio censitario y establecimiento de impuestos) al igual que la reserva de ley. Por tanto, en el constitucionalismo del siglo XIX la exaltación de la propiedad privada como un derecho subjetivo y de resistencia frente al poder ocultaba su función de ordenación del poder para garantizar ese derecho junto con la libertad individual (división de poderes, elecciones periódicas, filtro electoral de la representación, control legislativo de las cargas tributarias y de las causas justificativas de la expropiación, control judicial en garantía de una justa indemnización, etc.).
La seguridad era el principal objetivo que justificaba el tránsito del estado de naturaleza a la vida en sociedad, como bien explicó Hobbes. La seguridad que garantiza el Estado es primariamente la seguridad física, pero la transformación del Leviatán en un Estado de derecho obliga a que esa seguridad sea también jurídica. En el plano constitucional el liberalismo se preocupó sobre todo de prohibir al poder incautar la propiedad de un particular o de una corporación, así como de turbarles en la posesión, uso y aprovechamiento de ella. Sólo de manera excepcional, con una finalidad legítima y con las garantías antes mencionadas cabría la expropiación. Esto no impidió sucesivas leyes de desamortización dirigidas tanto a la confiscación de bienes de la iglesia como de propiedades comunales. La protección de la propiedad frente a otros particulares corría a cargo de normas penales; también de normas civiles, pero destinadas sobre todo a dar seguridad sobre la cosa en sí. Cuando de la acumulación se pasa al comercio de la propiedad, se produce un cambio económico fundamental, que, sin embargo, no tuvo reflejo en las constituciones liberales, centradas en la organización interna de los poderes, dejando la vida económica en el terreno del Derecho civil.
En el citado discurso señalaba Constant que “el comercio da a la propiedad una nueva cualidad: la circulación; sin circulación, la propiedad no es sino un usufructo; la autoridad puede siempre influir sobre el usufructo, pues puede retirar el goce; pero la circulación pone un obstáculo invisible e invencible a esta acción del poder social. Los efectos del comercio se extienden aún más lejos; no sólo libera a los individuos, sino que, creando el crédito, vuelve dependiente a la autoridad”. Sorprende a primera vista que una transformación tan profunda -no sólo de la economía, sino también de la capacidad del poder social para incidir en el poder público- no tenga un reflejo constitucional. La respuesta está no sólo en la concepción de la Constitución como norma política, no jurídica, sino también y en la composición política de las Cortes, con ausencia en ella de los no propietarios merced al sufragio censitario. La Ley hecha por un parlamento de propietarios era la norma más adecuada para regular ese cambio.
La globalización del mercado demanda un garantía global del tráfico comercial y ello obliga a que la función registral de la propiedad y mercantil se abra al exterior y se cree un espacio registral europeo, tanto en lo que se refiere a la seguridad en las transacciones como a la persecución de la delincuencia económica
La necesidad de seguridad jurídica en el comercio inmobiliario hacía imprescindible un sistema que diese certeza a los títulos de propiedad y sus derivados, como pone de manifiesto la exposición de motivos de la Ley Hipotecaria de 1861, de la que surgen los actuales Registros de la Propiedad. La Ley da un giro radical, porque el Registro no puede cumplir como antes una función meramente declarativa y de publicidad, sino constitutiva de títulos inatacables al servicio de la seguridad del tráfico jurídico. Pese a la enorme trascendencia de este apoderamiento público a los registros de la propiedad, oficinas externas a la Administración pública, y a la importancia de su función en el sistema económico las Constituciones posteriores pasan por alto este hecho. La única mención al Registro de la Propiedad figura en la Constitución de 1876 y simplemente como referencia para que, mediante certificación del Registro, los candidatos al Senado puedan probar el nivel de riqueza requerido (art. 22, apdo. Duodécimo).
Con el Estado social de derecho, la concepción jurídica de la propiedad se altera. De derecho subjetivo que puede de manera excepcional estar sometido a límites, pasa a ser considerada una garantía institucional, en la que la función social de la propiedad deja de ser límite externo para convertirse en idea configuradora de la garantía institucional y delimitadora de los derechos y deberes que puedan derivarse de ella. Las Constituciones de 1931 y de 1978 establecen este cambio, que es mucho más amplio si se tiene en cuenta que toda la riqueza del país, en sus distintas formas, queda subordinada al interés general, pudiendo ser socializada o reservada al sector público en caso de ser considerada por ley un recurso esencial.
Siendo esto clave y afectando de manera sustancial a la economía, tampoco las Constituciones españolas de 1931 y de 1978 mencionan la función registral y ello a pesar de que dentro del objeto de la inscripción registral no sólo se integra la propiedad privada, sino también la pública. No obstante, de manera indirecta se puede observar en ambas la relevancia constitucional de dicha función, porque una y otra establecen como competencia exclusiva del Estado la legislación sobre “ordenación de los registros e hipotecas” (art. 15.1ª de la Constitución de 1931) o la “ordenación de los registros e instrumentos públicos” (art. 151.1.8ª de la Constitución de 1978). Ésta, además, obliga al legislador a regular el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativo (art. 105, b).
Esta reserva competencial a favor del Estado comprende, según el Tribunal Constitucional, la íntegra regulación de la materia, ya sea a través de normas legales o reglamentarias, por lo que las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas al respecto hay que situarlas sólo en el ámbito de la ejecución de estas normas (STC 82/1984). Más recientemente ha declarado que la ordenación de los registros comprende la configuración de éstos desde su doble condición de “institución” y de “función” (STC 67/2017). Todo ello refleja el deseo del constituyente de situar la organización y la función registral en un plano cercano al del poder judicial, como poder único para toda España, constituido por funcionarios públicos independientes -no condicionados por el acceso a una clientela, como los notarios- y sometidos a un régimen de responsabilidad uniforme. Y es que cuando a la función registral se le dota de un poder tan exorbitante para generar la máxima seguridad jurídica se le hace partícipe de una fuerza jurídica semejante a la de la cosa juzgada, a modo de un poder judicial preventivo.
Así pues, parece lógico que en nuestra Norma Fundamental, aunque, sin prejuzgar el modo concreto de encomienda del Registro, deba figurar constitucionalizada la función registral de la propiedad no tanto por el reconocimiento del derecho de propiedad privada, como por su especial manifestación del principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE) y como instrumento clave en el desarrollo de la actividad económica y en la garantía de los bienes de dominio público (Título VII CE).
Por último, la globalización del mercado demanda un garantía global del tráfico comercial y ello obliga a que la función registral de la propiedad y mercantil se abra al exterior y se cree, cuando menos, un espacio registral europeo que dé cumplida respuesta a los retos que se le presentan, tanto en lo que se refiere a la seguridad en las transacciones como a la persecución de la delincuencia económica internacional. A esto apunta el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea cuando en su art. 50 insta a los órganos institucionales de la Unión a hacer posible la adquisición y el aprovechamiento de propiedades inmuebles situadas en el territorio de un Estado miembro por un nacional de otro Estado miembro. Para ello nada mejor que seguir el ejemplo de lo que dispone el art. 118 del mismo Tratado para otro tipo de propiedad. En él se encomienda al Parlamento Europeo y al Consejo establecer las medidas relativas a la creación de títulos europeos para garantizar una protección uniforme de los derechos de propiedad intelectual e industrial en la Unión.
Francisco J. Bastida Freijedo