Cuando pensábamos que todo iba mejor, llegó una nueva mutación llamada Ómicron. Que un virus mute no es noticia. Mutar es su estilo de vida.
Pero la normalidad que nos anunciaron no era esto. Una incidencia acumulada en España por encima de los 1.200 casos por 100.000 habitantes mientras en algunas Autonomías, pasan de los 2.000.
Volvieron las restricciones, los toques de queda, la limitación de aforos en los comercios, las protestas de los negacionistas, las mascarillas al aire libre, el “negocio” de los antígenos, el colapso de la atención primaria, la saturación de los hospitales y las llamadas a la responsabilidad individual como forma de camuflar la política.
Esto ya no va de prohibiciones sino de que cada cual haga lo que pueda para protegerse del coronavirus, que según nos cuentan ha llegado para quedarse en nuestras vidas. La única certeza, para nuestra desgracia, es que este bicho maldito vino sin prospecto y sin fecha de caducidad. ¿Un año? ¿Dos? ¿Tres?
22 meses ya y seguimos sin saber, más allá de lo que nos ilustra la comunidad médico científica, que es la única a la que deberíamos escuchar y a la que por cierto menos se escucha en los despachos de la política
22 meses ya y seguimos sin saber, más allá de lo que nos ilustra la comunidad médico científica, que es la única a la que deberíamos escuchar y a la que por cierto menos se escucha en los despachos de la política.
Ellos lo advirtieron con tiempo y avisaron de las consecuencias. No cabe llevarse las manos a la cabeza ni sostener tampoco -como se escucha a menudo- que cuantos más infectados, antes llegará la inmunidad de grupo. Y que, como esta variante es menos virulenta, que adelante, que hagamos nuestra vida.
Cada vez que un sanitario escucha semejante análisis no sabe si llorar de pena o de rabia. Rabia por las horas de guardia. Rabia por los turnos doblados. Rabia por los compañeros contagiados. Rabia por los miles de fallecidos. Rabia porque quienes debieron hacerlo en su momento no dotaron ni de personal ni del presupuesto que requería a la atención primaria. Rabia porque no exista aún la anunciada especialidad médica de Urgencias. Rabia por los recortes de antaño. Rabia por sus míseros sueldos. Rabia por la falta de médicos y enfermeros. Rabia por los más de 3.000 de los 16.000 millones que las Autonomías dejaron de gastar en 2020 del fondo COVID que les transfirió el Gobierno de España. Rabia porque las Comunidades hayan cerrado 2021 con superávit en sus cuentas por primera vez en su historia mientras aumenta la presión por la sexta ola en todo el sistema sanitario, que nuevamente se ha visto desbordado y sin que nadie haya dado una explicación de que ese dinero no haya ido hasta el último céntimo para reforzar la primera línea de batalla contra el virus. Quizá haya sido porque los 16.000 millones de euros transferidos a las regiones en 2020 y los 13.5000 inyectados en 2021 para atender los servicios públicos en medio de la pandemia y compensar la caída de los ingresos propios no eran finalistas.
El Gobierno los entregó sin vincularlos a un gasto concreto. Por ejemplo, a la contratación de médicos y enfermeros. La rabia cuando la curva vuelve a los informativos y aún hay gente que piensa “esto no va conmigo” está sobradamente justificada. Hay quien no aprende de los errores. Gobiernos y ciudadanos. Con estos mimbres, vamos de cabeza a la séptima ola.
Esther Palomera