Recuerdos de Cantabria

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Me pide Alicia, la querida decana de Cantabria, que escriba un artículo para la revista del Colegio glosando la figura de algún compañero que esté todavía o haya pasado por la región. Me vienen muchos a la cabeza, desde los que estaban cuando llegué hasta los que actualmente están ejerciendo pasando por los que estuvieron y se marcharon, y sin olvidar a los que nos han dejado.

El caso es que llegué a Cantabria en agosto de 1981 con la intención que teníamos de formar una familia y que nuestros hijos se consideraran cántabros. Hubiera sido lo mismo en otro sitio, pero nos gusta el mar y el norte. Y esto no es mal sitio.

Y, voy a hacer una confesión: cuando me preguntan de dónde soy, respondo que apátrida porque, habiendo nacido en La Coruña, siguiendo los pasos notariales de nuestro padre, he ido a colegios y universidades de Cartagena, Vigo, Bilbao y Madrid. Así que soy bastante mezcla sin ser de ninguno de esos sitios. Y siempre me han dado envidia aquellas personas que, aunque estén fuera de su sitio, siguen siendo de allí. Y mira, he conseguido que mis hijos sean santanderinos. Y estoy obligado a citar a nuestro querido y recientemente fallecido Pablo que, estando trabajando como arquitecto en Lanzarote, volvía a Cantabria todos los meses desde su adorada isla. Y no era cántabro ni santanderino, que también. Él era de Mortera, el pueblo donde vivimos y al que vino a vivir cuando tenía 6 años.

Y, dicha esta tontería, se me ocurren muchos compañeros de los que podría hablar, así que voy a dar un repaso recordando a los más posibles y pidiendo disculpas a aquellos que se me olviden.

Como digo, se me ocurren muchos, es porque ya soy tan viejo que hasta me han jubilado y de mis cuarenta y un años ejerciendo la profesión he pasado treinta y seis en Cantabria sirviendo cinco en Castro Urdiales, donde sucedí al magnífico compañero Valentín Barriga, y treinta y uno en Santoña, la de las anchoas de Revilla, donde sucedí al recientemente fallecido y también magnífico y desbordante Octavio Linares Rivas.

Recuerdo con mucho cariño las comidas que se celebraban a fin de mes, a las que asistían Carlos Caviedes, padre de mi antecesor en Bilbao y Pepe Martín Gamero, uno de los últimos registradores de Guinea. En una de aquellas comidas estábamos todos, sobre todo los jóvenes, muy preocupados porque se nos venía encima la ley de tasas o la de función pública o alguna otra parecida. Para tranquilizarnos, contaba Pepe, que se había jubilado hacía ya unos años, que, cuando él había ingresado, un amigo de la familia le había felicitado por entrar en tan magnífico cuerpo, pero al que le quedaba muy poca vida.

“Me gustaría detenerme en el compañero que entonces estaba en Santoña, Antonio Fernández del Barrio, una de las mejores personas que he conocido en mi vida. Antonio, ahora jubilado, siempre tenía una respuesta práctica, lógica y sencilla con la que te solucionaba cualquier cuestión profesional que le formularas”

Al llegar, había en Santander dos registradores: el andaluz-asturiano Ramón Alba, presidente territorial de los compañeros de Cantabria. A Ramón le sancionaban por superar la velocidad permitida: siempre circulaba a 70 km/h dándole igual que la limitación fuera de 50 o de 100 km./h. El otro compañero de Santander era José Antonio García García, padre de Adolfo García Ferreiro, eterno registrador mercantil en Barcelona y Madrid, tras ejercer en Laredo y, actualmente en el Registro de Bienes Muebles de Madrid; suegro del querido Toni Tornel, que ahora me sucederá en Bilbao, y abuelo de la también compañera Celia Tornel. Al poco tiempo se creó el Santander 3 y nos llegó desde Canarias, donde pasó unos años, el cantabrón Gerardo Muriedas. Más tarde llegó al mercantil de Cantabria Emilia Tapia.

A Torrelavega llegaron el gran Manolo Abello y el ilustre mercantilista Miguel Seoane. Vino después Antonio Bilbao, prototipo de la elegancia bilbaína. Es curioso porque Antonio, además de repetir algunos registros como el mismo Torrelavega, Castro y algún otro, se jubiló en el Registro en el que había ingresado como aspirante: Granadilla de Abona. Y no quiero dejar Torrelavega sin citar a Andrés Vega, otro señor.

En Laredo, a donde había llegado tras ser el abogado del Estado- jefe de Santander, estaba Rafael Arozarena, cabeza privilegiada para los números, que me dio posesión de Castro Urdiales. De Laredo pasó a Torrelavega, a Valladolid y, al final, se jubiló en Santander. Y en Reinosa y San Vicente de la Barquera estaban, respectivamente, los pronto fallecidos y llorados compañeros de promoción Antonio Arias y Jesús Benavides.

Pero me gustaría detenerme en el compañero que entonces estaba en Santoña, Antonio Fernández del Barrio, una de las mejores personas que he conocido en mi vida. Antonio, ahora jubilado, siempre tenía una respuesta práctica, lógica y sencilla con la que te solucionaba cualquier cuestión profesional que le formularas. Yo, en mi bisoñez, era para él el pequeño saltamontes al que daba cariñosas collejas.

Muchas veces, regresando de Castro, entraba en Santoña y me quedaba a comer con él y con el notario Javier Asín. Aparte de los sabrosos garbanzos con callos que alimentaban el cuerpo, la conversación que manteníamos alimentaba el espíritu y me enseñaba muchas cosas gracias al sentido práctico que ambos tenían de la profesión.

Pero Antonio tenía varios vicios: ante todo su magnífica y divertida familia capitaneada por Pura, su esposa y simpática domadora de las ocho fieras que entonces conocimos y que ahora son estupendas personas. Su otro vicio, un poco a la zaga, pero sólo un poco, era la pesca. Su aspecto era más de pescador en los muelles de San Vicente de la Barquera, donde veranean, que de un señor registrador de la propiedad. Los callos de sus manos eran consecuencia de las horas que pasaba trabajando en su querido “Rompeolas” con el que siempre regresaba a puerto con una buena captura.

Recuerdo la vez que, a bordo del “Rompeolas” yo escuchaba las continuas llamadas por radio de los pescadores profesionales para preguntarle dónde estaba la pesca. También recuerdo que, a pesar de ser capitán de yate y tener muchísima práctica como navegante, especialmente en “su” zona, queriendo volver a su puerto de partida, San Vicente, entró en Llanes. “Ya me parecía que esas montañas no son las de San Vicente” fue su comentario.

Con gran pena de nuestra parte, dejamos de ser vecinos cuando se trasladó a Logroño y posteriormente, a Guardamar de Segura, donde se jubiló y, ante el gran volumen de trabajo, estableció varios turnos. Pero él, trabajador incansable, siempre al frente de la oficina.

Por Villacarriedo apareció un recién ingresado malagueño, Antonio Jiménez Cuadra, que se enamoró de esta tierra a la que volvió para fallecer

No me puedo olvidar del Nacho Sampedro que durante unos años fue un magnífico decano territorial, antes en Laredo y ahora en Torrelavega. Otro que se tiró una buena temporada en San Vicente, es Gabriel Alonso, buen tipo.

Y me quedan muchos compañeros que fueron pasando por los registros de Cantabria durante el tiempo que ahí estuve. Me acuerdo de José Jordana, de David Suberviola. De Paco Gómez Jené, de Juan Tur, de Cochechi, de Amalia Machimbarrena, de Conchita Fernández Urzainqui y de otros que espero que me perdonen por no recordarlos ahora. De todos guardo un magnífico recuerdo y siempre he aprendido algo de ellos.

Bueno, un gran abrazo para todos y un gran recuerdo para los que nos han dejado.

 

Emilio Durán