Hace ya más de veinte años, cuando iba desde casa de mis padres al Ateneo de Madrid, a desarrollar mi rutina diaria de estudio, solía atravesar el Paseo del Prado justo a la altura en que una lápida de piedra homenajeaba a Eugenio D´Ors, reproduciendo un texto del filósofo: “Todo pasa, una sola cosa te será contada, y es tu obra bien hecha. Noble es el que se exige y hombre, tan sólo, el que cada día renueva su entusiasmo…” Son estas frases las primeras que se me vienen a la cabeza cuando me pide el director de la Revista Registradores que escriba un artículo sobre mi padre, o más bien sobre su vida como registrador, antes en activo y ahora emérito, vida que no es otra que la de un hombre noble, cuya obra, en el sentido que a tales palabras da el filósofo, sólo puede entenderse como bien hecha.
Bien hecha porque fue pionera, y junto con la de otros pocos registradores, -Laso, su gran amigo sobre todo-, explicó a su generación y a las posteriores cómo el Registro de la Propiedad es pieza angular en la obtención del necesario equilibrio entre la protección de la propiedad privada, y la efectiva aplicación de la delimitación estatutaria de su contenido que impone el proceso de transformación urbana.
Bien hecha porque está pensada “utiliter”, -como el modo de ejercicio de las servidumbres-, al nacer de una voluntad de identificar y de resolver problemas, de resultar útil y de “ir al grano”, huyendo de cualquier diletancia, como pone de manifiesto que alguno de sus libros, sobre todo el conocido como “libro verde” sea hoy libro de cabecera no sólo de registradores, sino también de abogados urbanistas, técnicos municipales, promotores…
Bien hecha porque parte de su experiencia no sólo como registrador, sino como asesor jurídico tanto de la Administración Urbanística como de múltiples entidades gestoras, promotores y propietarios de suelo, y de su actividad como profesor, lo que le ha permitido integrar enfoques que serían invisibles, en su conjunto, desde una sola perspectiva
Bien hecha porque, aun hoy, a sus casi ochenta años, es cotidiana, y se integra no sólo por sus libros, sus innumerables artículos, conferencias, sus trabajos de redacción de informes y proyectos de normas, sino por llevar ya más de cincuenta años permanentemente disponible, a cualquier hora del día y con la urgencia necesaria, para atender consultas, resolver dudas, “redactar un papel”, -como él dice-, desatascar “líos” jurídicos, colaborar en tareas corporativas, en fin, para ayudar.
Alguno de sus libros, sobre todo el conocido como “libro verde” es hoy libro de cabecera no sólo de registradores, sino también de abogados urbanistas, técnicos municipales, promotores…
Y bien hecha, finalmente, porque ha sido valiente, sobre todo en la defensa de la función registral, donde la nobleza del que se exige adquirió tintes heroicos en su lucha, casi en solitario, por evitar la consolidación de una interpretación que provocaba la desaparición de la calificación registral de la representación voluntaria, calificación cuya relevancia el Tribunal Supremo recientemente ha confirmado, y por cuya defensa mi padre fue castigado con sanciones administrativas que de no haber sido revocadas por los jueces, no sólo le habrían casi arruinado, sino postergado al último puesto del escalafón.
Quedan así presentes no sólo en mi memoria, sino en mi vida diaria, aquellas palabras talladas en piedra que animaban mis paseos al Ateneo, como ejemplo cotidiano de lo que, no sólo en el ejercicio de la profesión de registrador, sino en la vida, debo aspirar a ser. Así que gracias maestro. Y gracias no sólo por el ejemplo, sino por lo mucho que seguimos tú y yo disfrutando de la relación de amistad entre un cuasioctogenario, aunque te pese, y un cincuentón, aunque me pese a mí. Que por muchos años podamos seguir comenzando la conversación telefónica matutina de cada día con la misma broma:
– ¿Qué jefe, hay algo de particular?
– No Rafaelito, todo del seguro.
Rafael Arnaiz Ramos