En diciembre de 2025 se cumple el centenario luctuoso de Antonio Maura y Montaner, abogado de éxito, hombre de partidos políticos y de Estado, diputado y vicepresidente del Congreso, ministro de Ultramar, de Gracia y Justicia y también de Gobernación. Finalmente, presidente del Consejo.
Se está generalizando adornar con adjetivos el sustantivo memoria. Por eso, no será inoportuno atender a la memoria académica de tan destacada figura de nuestra Historia que llegó a dirigir la RAE y la Real Academia Española de Jurisprudencia y Legislación, así como a ser elegido miembro de la de Ciencias Morales y Políticas y de la de Bellas Artes de San Fernando. Se conservan notas manuscritas de su discurso de ingreso nunca pronunciado sobre el tema de la “Propiedad Artística”.
Aparte de su fructífero desempeño como director no podría dejar de referirme a su primera gran aportación a la RAE sustanciada precisamente en su discurso de ingreso sobre La Oratoria.
En la Institutio Oratoria de Quintiliano se mencionan sus tres clases: la epidíctica o demostrativa, la deliberativa y la judicial. Al margen de la primera de ellas, la menos “comprometida” -por así decirlo- de las tres, pues persigue tan solo la ostentación de la maestría expresiva en el tratamiento de asuntos diversos, la segunda y la tercera se centran en los ámbitos de la política y del foro, respectivamente. Y ese era el territorio del prestigioso letrado, luego líder del partido conservador y finalmente académico Antonio Maura.
Teniendo en cuenta la decisión de soslayar la Retórica que la RAE tomó en 1714 para centrarse en las Gramáticas y Diccionarios, su Oratoria viene a subsanar, casi dos siglos después, esa laguna. En 1903 el académico mallorquín tenía cincuenta años. En plena madurez, acreditaba ya un merecido prestigio en la profesión que a partir de 1883 simultaneó con su carrera politica, iniciada como diputado por Mallorca. Sus intervenciones desde el escaño le granjearon ya el amplio reconocimiento que Pérez Galdós, a la sazón diputado liberal por Guayama (Puerto Rico), suscribía al considerarlo “uno de los oradores más brillantes de la Cámara actual (…) uno de los jóvenes de porvenir más brillante y seguro en la política española”.
Sus intervenciones desde el escaño le granjearon ya el amplio reconocimiento que Pérez Galdós, a la sazón diputado liberal por Guayama (Puerto Rico), suscribía al considerarlo “uno de los oradores más brillantes de la Cámara actual (…) uno de los jóvenes de porvenir más brillante y seguro en la política española»
En la consideración del nuevo académico, era asunto de la máxima trascendencia la Verdad. La transmisión de esta al auditorio dependía, según él, tanto de la integridad del que habla como de su credibilidad. Los receptores de los discursos son muy sensibles a “todo desacuerdo entre lo que se oye y lo que del orador se sabe y se recuerda”. Y este planteamiento se me figura relacionable con un tema de máxima actualidad hoy en día cual es el de la posverdad en política. Cuando los líderes y voceros de los partidos, señaladamente en España, se zahieren incansablemente con la acusación recíproca de mentirosos.
En su contestación a su correligionario, Francisco Silvela comienza definiéndolo como “un gran orador”, pero, sobre todo, como persona capaz de trazar “un precioso cuadro de la oratoria moderna, en sus modos de producirse, en la elaboración del discurso, y en la manera de actuar sobre el auditorio”. En efecto, en su práctica tanto forense como parlamentaria, y en la teoría que expone en su discurso académico se confirma la consolidación de una nueva oratoria muy diferente de la que venía predominando por aquel entonces en el Parlamento y otros ámbitos.
En la Restauración, los discursos de Antonio Cánovas del Castillo no dejaban de ser criticados por su verbosidad, lo laberíntico y prolijo de sus parrafadas y el recurso a sofismas y argumentaciones oscuras e ininteligibles. Otro tanto cabe decir de dos presidentes de República, Emilio Castelar y Niceto Alcalá Zamora. Del primero de ellos ha pasado al imaginario colectivo de los españoles su pomposa exclamación o ecfonesis retórica “Grande es Dios en el Sinaí” con la que replicaba en 1869 a Marterola. Verbosidad o logorrea que no era tampoco ajena a don Niceto.
Contrasta esta vieja retórica con una tradición ya sólidamente asentada en la primera democracia moderna, nacida en el último tercio del siglo XVIII a las luces de la Ilustración. Me refiero, claro está, a la Nueva Nación Democrática que Walt Whitman supo cantar. El contraste puede parecer extremo, pero lo cierto es que en Norteamérica, junto al florecimiento de todos los recursos de la técnica, destaca la fuerza imperecedera de la palabra desde los founding fathers.
Cierto que Elvin T. Lim, en The Antillectual Presidency, repasa el proceso de decadencia sufrido por la retórica presidencial norteamericana desde George Washington hasta George W. Bush. Hay, sin embargo, en esa trayectoria declinante algunas excepciones, por caso Reagan y Obama. De todos modos, el libro de Lim fue escrito antes de la primera presidencia de Donald Trump, por lo que no pudo examinar esa mina inagotable de prevaricaciones idiomáticas y de posverdad que proporciona el personaje, tanto en sus comunicaciones orales como sus tuits en Twiter/X y Facebook.
Darío Villanueva