La Real Academia Española recibe agradecida el premio Gumersindo de Azcárate que le habéis otorgado por su continua labor de defensa de la unidad del español en todos los territorios que lo utilizan como lengua de comunicación, una comunidad humana que se va acercando a los seiscientos millones de personas. La presencia en este acto de un buen número de académicos expresa, con más fuerza que mis palabras, nuestro reconocimiento a la corporación que nos premia, el respeto al intelectual que da nombre al galardón y el aprecio a la importante nómina de instituciones que nos han precedido en este honor.
Hace ya 310 años que la Real Academia Española inició la tarea que hoy se celebra. Fijó en el primer tercio del siglo XVIII el léxico del castellano, en el segundo su ortografía y en el tercero su gramática. Y desde entonces hasta hoy su autoridad ha sido tanta, que esas tres grandes obras, el Diccionario, la Ortografía y la Gramática, han sido consideradas sin discusión las normas reguladoras del buen uso de la lengua española.
En ningún caso estas obras fueron la expresión del castellano de la capital, o de la corte, como lo fue de la lengua francesa de París el Diccionario de la Académie. El nuestro fue un Diccionario del castellano general, que incluía desde luego el vocabulario dominante en Madrid, pero que no tuvo inconveniente, como refleja expresivamente su planta, en recopilar el vocabulario llamado de provincias e incluso el de germanías, es decir el usado por comunidades marginales y desarraigadas de las buenas maneras capitalinas.
Entre esas provincias estaban predominantemente las peninsulares, lo que se refleja en la amplia relación de aragonesismos o de andalucismos, entre otros, que recogió nuestro primer diccionario, el denominado Diccionario de Autoridades, en seis tomos, editado entre 1726 y 1739.
“La presencia en este acto de un buen número de académicos expresa, con más fuerza que mis palabras, nuestro reconocimiento a la corporación que nos premia, el respeto al intelectual que da nombre al galardón y el aprecio a la importante nómina de instituciones que nos han precedido en este honor”
Pero también eran provincias españolas los territorios de ultramar y por tal razón, sus especialidades léxicas tuvieron entrada en el Diccionario desde la primera edición.
La Real Academia Española mantuvo su posición y su prestigio en América cuando, un siglo después de ser fundada, las colonias americanas se independizaron de España. Todas las instituciones del Imperio fueron sustituidas o anuladas. Solo las Partidas, la Nueva Recopilación y otras leyes medievales fundamentales aguantaron vigentes hasta ser sustituidas entre mediados y finales del siglo XIX. La única institución que quedó en pie, después de esta demolición general, fue la Real Academia Española, y el español no solo no perdió el dominio como lengua general de comunicación, sino que realmente el gran fenómeno de su expansión por las nuevas Repúblicas americanas empezó entonces.
La autoridad de la Real Academia Española fue, en este contexto político e histórico, discutida, como es lógico, con el argumento de que no era aceptable que las normas del idioma de América lo fijara y le diera brillo una institución de la imperial metrópoli con la que acababan de romper todos los lazos. Pero la institución se mantuvo con firmeza ante esas críticas, hasta ser indiscutida hoy.
El milagro lo obró el trabajo sereno, continuo y riguroso de la institución, el prestigio de sus miembros, y la incorporación de los intelectuales americanos al trabajo académico. Desde 1870, la RAE fomentó la creación en cada uno de los Estados americanos de una Academia de la Lengua Española, regida por estatutos y reglamentos idénticos a los nuestros; y en 1951, por iniciativa del gobierno mexicano, se creó una asociación que reúne a todas las academias existentes. En la actualidad somos 23. La Asociación, que reconocemos por las siglas ASALE, ha avanzado hacia un panhispanismo integral que implica que todas las obras que fijan el canon del idioma las preparamos en común, las consensuamos. Puedo decir que la lengua española tiene actualmente un gobierno confederal, ampliamente descentralizado, nada burocratizado, ajeno a cualquier comportamiento arbitrario o dominante de una parte sobre las demás. El director de la RAE preside esta impresionante organización que ha aceptado siempre nuestro liderazgo.
Me gusta repetir cada vez que puedo, y no dejaré de hacerlo en esta ocasión, que esa Asociación de Academias es una formidable estructura que cuida de lo mejor de la cultura común que es el español. Una joya que los gobiernos deberían cuidar mucho más de lo que lo hacen, no solo por la función excelsa que ha asumido, sino porque la desarrollan, en cada país de Hispanoamérica, los mejores, o algunos de sus mejores intelectuales, y lo hacen ad honorem, sin percibir retribución alguna por ello. Parece obvio que cuando se promueven políticas de apoyo al español es esta la primera cuestión por la que habría que preocuparse.
He hablado antes de un gobierno del español confederal, ampliamente descentralizado, nada burocratizado, ajeno a cualquier atisbo de arbitrariedad o de comportamiento caciquil, porque me parece una correcta descripción de las formas de actuación de ASALE, pero también porque son ideas que conectan muy exactamente con el pensamiento de don Gumersindo de Azcárate, a quien no me cabe duda que le hubiera gustado defenderlas.
Al “maestro” o “maestro de maestros”, como era conocido por antonomasia Gumersindo de Azcárate en la Universidad Central, le preocupó la vigencia del Estado de Derecho por encima de todas las cosas: la correcta comprensión de la legalidad y las garantías de los derechos individuales.
Los liberales radicales, con los que comulgaron él y sus compañeros krausistas, fueron los principales promotores durante la Revolución del 1868 y en las constituyentes del 69, de la idea de los derechos ilegislables. Aludía la noción a una categoría de derechos, tan connaturales con los individuos que no precisaban que la ley los regulara. Esta categoría de los derechos ilegislables apareció entonces y no ha vuelto a mencionarse más en la historia de nuestro constitucionalismo. Un vibrante discurso, como suyo, de Castelar, en aquellas constituyentes, puso por ejemplo que a nadie se le ocurriría regular que el hombre tiene derecho a respirar, o derecho a poseer un corazón o un hígado. Pues lo mismo puede decirse de los derechos individuales de pensamiento, expresión, reunión y tantos otros que la Constitución de 1869 reguló de manera sistemática por primera vez.
“La Asociación de Academias es una formidable estructura que cuida de lo mejor de la cultura común que es el español. Una joya que los gobiernos deberían cuidar mucho más de lo que lo hacen, no solo por la función excelsa que ha asumido, sino porque la desarrollan, en cada país de Hispanoamérica, los mejores, o algunos de sus mejores intelectuales”
Azcárate sufrió personalmente la negación de esas libertades y la opresión que la regulación puede ejercer sobre ellas cuando, nada más terminar la República de 1873, se constituyó el primero gobierno de la Restauración en el que fue Ministro de Fomento el Marqués de Orovio. Se estrenó en el cargo con un real decreto en 1875 cuyo objeto principal era controlar las enseñanzas impartidas desde las cátedras, con la prohibición expresa de que se expusieran ideas contrarias a la monarquía y a la religión católica, que eran dos pilares esenciales del nuevo régimen.
En la mitad de los años sesenta, los últimos gobiernos isabelinos, habían provocado una “cuestión universitaria” al expulsar de sus cátedras a Castelar, Sanz del Río, Salmerón y Francisco Giner de los Ríos. Años después, cuando se aprobó el decreto citado de 1875, Azcárate, Giner y Salmerón se negaron a cumplir las órdenes ministeriales, protagonizando un severo episodio de defensa de la libertad de cátedra en la universidad española. El episodio terminó con la dimisión de numerosos profesores y con la separación de las cátedras y exilio de Azcárate y sus dos colegas. En esta polémica, un aspecto que enervaba a Azcárate era que sus interlocutores ni siquiera sabían con exactitud cuál era la constitución vigente en España. Los krausistas y demócratas liberales invocaban la libertad de la ciencia y la libertad de cátedra recogidas en la Constitución de 1869. Pero Orovio y el Gobierno opinaban que esa Constitución había sido desplazada por la proclamación de la República en 1873. Por tanto, el gobierno afirmaba que había vuelto la vigencia de la Constitución moderada de 1845.
No había nada que más molestara a Azcárate que la inseguridad jurídica.
La expulsión de la Universidad fue un argumento definitivo para que los krausistas pusieran en marcha la Institución Libre de Enseñanza, que funcionó como un modelo de referencia pedagógico, científico e intelectual durante sesenta años. Azcárate fue socio fundador, profesor de Derecho y rector.
Mientras esperaba ser repuesto en su cátedra de la Universidad Central, don Gumersindo escribió dos textos sobre teoría política que recogen lo más relevante de su pensamiento: El self-government y la monarquía doctrinaria (1877) y La Constitución inglesa y la política en el continente (1878), y avanzó mucho en su obra de mayor calado titulada Ensayo sobre la historia del derecho de propiedad y su estado actual en Europa (1879-1883) 3 vols.
En su obra sobre el self-government aborda los principales problemas del Derecho político moderno con una originalidad y madurez que hicieron notar sus coetáneos. La recuerdo en este acto por la concentración de argumentos que pueden encontrarse en ella que siguen teniendo aplicación en la actualidad: la legalidad de los partidos políticos; la legitimidad de las revoluciones, que Azcárate defiende a pesar de que prefiere el reformismo; los gobiernos personales como el cesarismo y la dictadura; el parlamentarismo y su falseamiento desde el mismo inicio del proceso electoral; los inconvenientes del sistema centralizado francés y español frente a la descentralización inglesa y americana… entre otros.
La soberanía no pertenece, como defendía el doctrinarismo, al rey y al pueblo, sino exclusivamente a la sociedad que se gobierna por sí misma, para sí misma, y conserva la capacidad para dotarse de nuevas leyes o para reformar cualquier institución cuando la nación quiere. Implica una concepción dinámica de la historia que propugna que la Constitución se adapte a las necesidades y al sentir de la sociedad en cada momento.
La accidentalidad de todas las formas de gobierno era un principio que figuraba como lema en la cabecera de la revista Derecho que Azcárate puso en marcha junto a Giner de los Ríos. Sostenía que el Estado no tiene una forma política, las formas políticas dependen de circunstancias históricas; ninguna forma política tiene un valor absoluto. Por tanto, las formas clásicas de gobierno, como la monarquía o la república, no deben ser rechazadas o aceptadas en abstracto sino que deben analizarse en la práctica, en el contexto social y cultural concreto. A Azcárate le admiraba la monarquía británica porque en ella “el pueblo ha adquirido toda la libertad de una república”. Y los mismos elogios hizo de la monarquía belga o de la italiana con Víctor Manuel. Y también le sirvió para apoyar a Alfonso XIII a pesar de militar en un partido republicano. Ni a él ni a Melquíades Álvarez los entendieron sus coetáneos por este gesto.
A don Gumersindo se debe también la proposición que acabaría convirtiéndose en la Ley de procedimiento administrativo de 1889, la primera de nuestra historia, y la primera de su clase aprobada en Europa, justamente conocida como “Ley Azcárate”.
Azcárate expresó el objetivo que perseguía con la proposición de ley de procedimiento señalando que iba contra el caciquismo y contra la arbitrariedad.
En su libro El régimen parlamentario en la práctica sostiene el maestro: “En cuanto a la burocracia, la empleomanía y el expedienteo, estos tres vicios que se dan la mano, desaparecerán el día en que se establezca un procedimiento administrativo con trámites precisos y plazos fijos y sin secretos para nadie y en que se organicen debidamente las carreras del Estado… Y remediados todos estos males, quedará herido de muerte el caciquismo: porque ¿cómo ha de ser posible, cuando no dependan de la arbitrariedad de los ministros o de los gobernantes el despacho de los expedientes y el nombramiento de empleados y cuando se pueda exigir la responsabilidad debida a todos los funcionarios que infrinjan las leyes?”.
Conviene tener frescas en la mente estas ideas y no olvidar los costes de la designación arbitraria de los empleados públicos o de recrear formas nuevas de caciquismo, residenciadas no en la burguesía territorial, como antaño, sino en los mandamases de los partidos políticos.
“Lo primero que es preciso para que las instituciones se comuniquen claramente con los ciudadanos es que no tengan duda sobre el significado de las palabras. Es una contribución esencial para la realización de un derecho ilegislable, como seguramente lo llamaría don Gumersindo: el derecho a comprender, que está en la base del disfrute de los demás derechos”
Diré para terminar que me ilusiona pensar que a don Gumersindo de Azcárate, que fue catedrático de legislación comparada en mi Universidad, le hubiera gustado tener los medios o haber conocido el esfuerzo en favor de la seguridad jurídica, la claridad y la garantía de los derechos individuales que ha aportado uno de los trabajos más nuevos de la Real Academia Española, el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico, que por primera vez en la historia, está recogiendo la totalidad del vocabulario jurídico en la comunidad global de los hispanohablantes, lo que nos está permitiendo usar la lengua con una seguridad y claridad mayor. Lo primero que es preciso para que las instituciones se comuniquen claramente con los ciudadanos es que no tengan duda sobre el significado de las palabras. Es una contribución esencial para la realización de un derecho ilegislable, como seguramente lo llamaría don Gumersindo: el derecho a comprender, que está en la base del disfrute de los demás derechos.
Nada más. Reitero el agradecimiento de la Real Academia Española por este prestigioso premio, que colocaremos en lugar destacado de la biografía corporativa.