jueves, noviembre 21, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    Siempre he respetado a los cuerpos de élite. Es más: confieso que me han gustado. Sé que, afirmaciones como éstas, resultan enojosas para los partidarios de la igualdad a toda costa. Pero la igualdad se da por supuesto, lo que hace falta es ejercerla. La igualdad es, por ejemplo, que al mismo trabajo, el mismo sueldo, pero la igualdad no es, como en el soviet antiguo, que a distinto trabajo, idéntico salario, que a diferente responsabilidad, retribución paritaria. Eso no es igualdad; al contrario, es desigualdad. Tanto, que condiciones como ésas conducen directamente a la abulia y a la mediocridad. Por eso, no sólo admiro a los cuerpos de élite, sino que admiro mucho más a sus protagonistas. Como carezco de envidia, puedo confesar que me hubiera gustado pertenecer a uno de ellos, pero ni me apetecía profesionalmente tal dedicación, ni tenía estructura mental suficiente para actuar en ella. Eso no quita, que me rechiflen las élites. Y sus cuerpos, naturalmente.

    Además, no me importa nada que estén bien pagados. Mi aspiración consiste en que todo el mundo esté bien pagado, pero muchos no se lo merecen. A esta clase de tipos que lloran por la delgadez de sus nóminas, pero que se repanchingan en su ociosidad, no sólo no les admiro, sino que les repudio. La pereza no es de fiar. Otra cosa muy diversa es la envidia sana, la que causan gentes como los registradores –ustedes– de la Propiedad. Es envidia de la buena, de la que produce satisfacción, no de la que lleva a la gastritis. Creo que se debería hacer con la envidia lo que se hace con el colesterol: dividirlo, distinguirlo, entre el malo y el bueno. No todos los pecados capitales son igualmente –otra vez el término– perversos; los hay fenomenales: la lujuria y la gula. Los otros, corroen la salud y el espíritu, como en el caso de la envidia mala.

    El registrador debería pasar página de sus comportamientos clásicos y abrir un panorama nuevo en el que descubra a la comunidad cuánto puede hacer por ella

    A los cuerpos de élite, como a las élites mismas, se les guarda una indisimulable envidia, más que nada porque destacan y no son iguales a los demás. Si yo fuera apóstol de estos cuerpos, fundaría mi justificación en que, fíjense, son los actuarios de una desigualdad muy notable: a saber, el haberse empleado más a fondo que nadie en la persecución de su objetivo. Porque la oposición, a la que nunca aspiré es un paradigma notable de desigualdad; es una condena que ni si quiera se resuelve a plazos, porque, muchas veces, el candidato sale en libertad, o sea, sin el aprobado correspondiente, pero queda seriamente dañado para siempre. Es injusta y desigual por eso. Lo que pasa es que, una vez que los afortunados han acertado en la pedrea de la durísima confrontación con un sesudo tribunal, se olvidan, en ocasiones, de lo que han pasado, tienen tendencia a dormirse en los laureles, e intentan pasar desapercibidos como si así quisieran preservarse de cualquier ojeo de la sociedad. “Ni envidioso, ni envidiado”, me solía sentenciar un registrador que, ya no sé muy bien por qué, ha dejado de ser amigo. El dictamen era bonito, pero no encubría modestia, sino, probablemente, ganas de pasar desapercibido, como si tuviera que tapar su pujanza.

    Quiero decir que actitudes, así, tan humanamente comprensibles, desatan más que ningunas otras la envidia, paradójicamente, del personal. Y no tendría por qué ser así: el registrador debería pasar página de sus comportamientos clásicos: el ocultismo profesional, el “bajo perfil” para que nadie se acuerde de nosotros, y abrir un panorama nuevo en el que descubra a la comunidad cuánto puede hacer por ella. ¿Que tal cambio origina envidias? Pues a pechar con ellas, como el resto del personal aguanta la inseguridad de su menester o incluso, el peligro que conlleva el trabajo con denuedo y honradez. Lo único que no me parece sensato es que las élites financien su inmunidad con su desaparición pública.

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    Revista nº18

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