160 años de la Ley Hipotecaria

Resulta hoy día lugar común atribuir a Napoleón Bonaparte, estando con sus tropas frente a las pirámides de Egipto, la famosa arenga: “Desde estos monumentos cuarenta siglos de historia os contemplan”. Sin tanta solemnidad dadas las diferencias de tiempo y de lugar, la efeméride de los ciento sesenta años de la Ley Hipotecaria permite, sin embargo, parafrasear al pequeño gran corso y afirmar que desde estas oficinas de los registros de la propiedad de España nos contemplan dieciséis décadas de historia.

La seguridad jurídica en la contratación inmobiliaria tiene un antes y un después de la mítica fecha del 8 de febrero de 1861, día en que la reina Isabel II, con el refrendo del ministro de Gracia y Justicia Santiago Fernández Negrete, firmó en el palacio de Oriente de Madrid, y con ello promulgó como ley, el proyecto de ley hipotecaria presentado por el Gobierno a las Cortes.

Desde entonces hasta hoy no fueron pocas las reformas legislativas que han incidido sobre la materia inmobiliaria, destacando como estrellas más luminosas en ese firmamento la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 y, sobre todo, el Código Civil de 1889.

El genio de algunos juristas, de modestia equiparable a su sabiduría, permitió alumbrar un texto legislativo escueto, sí, pero lo suficientemente flexible -y también inteligible por el ciudadano medio- que sirvió de base para que millones de españoles pudieran convertirse en propietarios de sus hogares

Voy, sin embargo, a referirme explícitamente a una ley que no obstante su brevedad en extensión, tuvo en la sociedad española una repercusión enorme. Me refiero a la Ley 49/1960, de 21 de julio, sobre Propiedad Horizontal. La regulación de la propiedad de casas por pisos, primero en la redacción originaria del artículo 396 del Código Civil y luego en la reforma de este precepto operada en 1939, era acusada por la doctrina y la jurisprudencia -y sobrados motivos había para ello- de deficiente. El genio de algunos juristas, de modestia equiparable a su sabiduría, permitió alumbrar un texto legislativo escueto, sí, pero lo suficientemente flexible -y también inteligible por el ciudadano medio- que sirvió de base para que millones de españoles pudieran convertirse en propietarios de sus hogares. España había pasado por varias calamidades, de las cuales la más profunda en términos de destrucción fue la guerra civil de 1936-39. A pesar de todo, en los últimos años de la década de los cincuenta del siglo XX la economía iba despertando, incontables masas de población emigraron desde los pueblos a las ciudades en busca de un trabajo en la industria y en los servicios que la agricultura y la ganadería no les ofrecían, y se hizo urgente un instrumento legal moderno para que la construcción de edificios, con numerosas viviendas en su seno (también con algunos locales y poco a poco sótanos para garajes), pudiera permitir dos cosas: primera, dar fluidez a las relaciones de vecindad y solución a los inevitables conflictos que el vivir tantas familias juntas origina, y segunda, establecer un sistema registral -llamado de doble folio- que permitiera la inscripción de cada vivienda o de cada local conectada a la del edificio, y la consiguiente financiación gracias a la sólida garantía hipotecaria. Todo ello permitió en los años siguientes la moderación del tipo de interés en los préstamos que sirvieron a multitud de españoles -y también extranjeros- hacerse con su casa mediante el pago de cuotas mensuales tan asequibles que -oh, paradoja- solían ser menores que las rentas de los contratos de alquiler sobre viviendas similares.

Otro hito destacado en la evolución legislativa de estos ciento sesenta años fue la Ley 13/2015, de 24 de junio. Lleva por título “Ley de Reforma de la Ley Hipotecaria aprobada por Decreto de 8 de febrero de 1946 y del texto refundido de la Ley de Catastro Inmobiliario, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2004, de 5 de marzo”. Ya, con este título, empezamos mal. Con lo fácil que hubiera sido llamarla Ley de Bases Gráficas Registrales o algo parecido. Pero no: se optó por un título tan largo y descriptivo como carente del objeto propiamente dicho, lo cual, además, complica inútilmente la cita tanto en sede registral como jurisprudencial. A diferencia de la sencillez y flexibilidad apreciada (y no solamente en su título; también en su contenido) en la Ley de Propiedad Horizontal, en esta Ley 13/2015 la sencillez se convierte en complejidad y la flexibilidad fue sustituida por una detallada regulación, más propia de un reglamento de desarrollo, y que, a pesar de ello, no ha evitado tantas dudas que obligaron a la Dirección General de los Registros y del Notariado, en un esfuerzo de trabajo admirable, a dictar muchas resoluciones, en varias de las cuales se nota un innegable propósito docente. Gracias a ello los aplicadores -notarios, registradores, técnicos en topografía y demás especialistas- tienen algo a donde agarrarse ante los interrogantes abiertos en la práctica diaria. No hay duda de que el Registro de la Propiedad ya estaba necesitado -después de más de ciento cincuenta años sin ellas- de unas bases gráficas que delimitaran con precisión el objeto del derecho real -la finca- con algo más que con descripciones literarias. Que esa necesidad se haya colmado con acierto por la innombrable Ley 13/2015 todavía está por ver. Pero esto ya es otra historia que, como pronto, la escribirán otros allá por el ciento setenta y cinco aniversario de la Ley Hipotecaria, en el año 2036.

 

Eugenio Rodríguez Cepeda