Acabo de percatarme de que dentro de muy poquitos meses hará 25 años que escribo sobre televisión en las páginas de “La Vanguardia”, diario que lo soporta todo porque es más que centenario. Quizá es lo más bárbaro que he hecho en mi vida (tan modosa por lo demás). Veinticinco años son un cuarto de siglo, lo que vuelve a antojárseme una barbaridad. Una vida humana son tres cuartos de siglo (y mitad de otro cuarto, con mucha suerte), así que ya ven ustedes lo que he estado haciendo con mi vida durante este último tercio de ídem.
Un cuarto de siglo, de hecho, va a ser en breve la mitad literal de mi vida, entretenida escribiendo sobre televisión, aunque más de la mitad de mi vida es la que he pasado viéndola, actividad previa a la de escribir en “La Vanguardia”: nací en el año 1960, soy de esa generación que aquí nació con la televisión recién enchufada (“Nací con el cine, perdonadme”, escribió Alberti: lo mismo pero en pantalla pequeña, de cristal y con muchos tubitos raros por detrás), invento que llegó a Madrid en 1956 y a Barcelona en 1958. Entre otros recuerdos, atesoro el de aquella madrugada del verano de 1969 (¡enseguida hará 40 años!) en que vi llegar al ser humano a la Luna, y lo vi sentado ante el televisor en blanco y negro, como si tal cosa. Un niño de ocho años veía a unos señores pisotear la Luna, el astro que mueve las mareas y las menstruaciones, el astro al que le bailan los indios de las películas y le aúllan los lobos de Félix Rodríguez de la Fuente (ucronía: eso sería unos pocos años después): una vida consciente que arranca así, ¿de qué podrá ya asombrarse?
Es cierto que entre programa y programa y entre línea y línea he ido haciendo otras cosas, siempre con la tele encendida, cosillas como estudiar, leer, comer, dormir, folgar y engendrar dos niños (dos nuevos telespectadores, para que no decaiga), sin descartar que alguno de los dos fuese felizmente engendrado a la luz del televisor en silenciosa danza.
Me veo ahora escribiendo todo esto (la tele sigue aquí encendida, claro) porque esta solemne revista me ha invitado a decir lo que me apetezca y me ha entrado la vena especular y autoreferencial: me he visto de repente como el decano de los críticos de televisión de España y me ha entrado la risa y hasta he imaginado que con un poquito más de morro podría ya imprimirme este título de cátedro a la violeta en mis tarjetas de vista, lo que me quedaría la mar de grotesco y ‘friki’ (y me abriría de par en par las puertas de la televisión de masas si tuviese un poco menos de pudor ante la masa).
A veces me pregunto quién sería yo si no hubiese asistido ni a un solo minutito de televisión en mi vida, o si una lobotomía perfecta enuclease de mi cerebro todos mis recuerdos catódicos, con todas las sensaciones, emociones y reflexiones anejas (incluído aquel olor a humeante café recién hecho que de niño percibía al entrar en mi casa los sábados a mediodía –hace 40 años había colegio lo sábados por la mañana-, mientras mis padres veían plácidamente “La casa de los Martínez” después de haber comido y un rayo de sol desde la ventana del salón hendía las volutas que ascendían desde las tazas. Por ejemplo). Supongo que me convertiría en un monstruo de Frankestein a la inversa, porque hoy somos biología injertada de televisión, somos materia orgánica catódicamente organizada.
Seguramente yo sería una criatura que estaría aquí escribiendo de cualquier otra cosa (eso seguro), quizá al modo de un notario del siglo XIX. Quizá sería un periodista con el aire de Larra, lo que me inclinaría severamente al suicidio delante del espejo. Que es lo que puede pasarte cuando no tienes tele, ese espejuelo cotilla y animado. Mira por dónde, quizá la televisión ha evitado en sus 82 años de historia más suicidios de los que ha inducido. Algún doctorando animoso debiera intentar un día desplegar una tesis sobre este extremo. Por mi parte, si me preguntase, le diría al doctorando que no creo que la televisión sea más peligrosa que la vida misma, del mismo modo que creo que es del todo imposible que la televisión pueda ser jamás mejor que nosotros (que somos los que la vemos y, viéndola, la hacemos), por mucho que demasiado a menudo hayamos depositado en ella expectativas muy desmedidas.
Ahora que he citado al pre-televisivo Larra he pensado en que algunos escritores nacidos en estos últimos 82 años de nuestra era televisiva sí han tenido ocasión de ver la tele, verse en la tele y vérselas con la tele, y que algunas líneas han dejado escritas sobre esta formidable prótesis audiovisual: “La tele es lo mejor y lo peor del mundo” (Alejo Carpentier), “La tele es la violación de las multitudes” (Jean-Francois Revel, al que corrijo: si la coyunda es consentida no es ya violación, es pasión), “Las parejitas jóvenes no saben lo agradecidas que debieran de estar a la tele: ¡antiguamente, tenías que hablar con el cónyugue!” (Isidoro Loi), “La tele es el espejo que refleja la derrota de nuestro sistema cultural” (Felini), “La tele es el primer sistema democrático de la historia: programa lo que quiere ver la mayoría. ¡Lo terrible es lo que la mayoría quiere ver!” (Clive Barker), “La tele nos regala temas en que pensar y nos roba el tiempo para hacerlo (Gilbert Cesbron), “Dónde hay una tele encendida, alguien no está leyendo” (Johnn Irving). Esto último no es verdad: está usted leyendo este texto y cerca hay una tele encendida. Déjela, que a mi me da de comer desde hace 25 años.