Como español, es imposible pasear por Suiza sin sentir la congoja de un complejo antiguo y secular, filogenético, transmitido de abuelos a nietos. A ratos se siente uno como el emigrante con maleta de cartón y pantalón de pana que lleva apuntadas las señas de su primo en Zúrich en un papel muy arrugado. La civilización adopta aquí una precisión tan pausada, la gente cruza los semáforos con tanta gracia y los precios son tan escandalosos, que se mueve uno con cautela, como en una tienda de antigüedades llena de jarrones y piezas de cristal. No tocamos nada por miedo a romperlo.
He venido a promocionar un libro y me impresiona la seriedad atenta del público, interesadísimo y cortés, curioso sin énfasis. Los más traviesos me previenen contra el aburrimiento suizo. Cuando les hablo de la belleza de sus ciudades, me recomiendan pasearlas al mediodía. Así, para la hora de cenar (las seis de la tarde), ya las habré disfrutado y podré hacer lo único sensato que se puede hacer en ellas cuando cae la noche: atarse una piedra grande al cuello y arrojarse al lago. La civilización está hecha de bostezos. La prosperidad consiste en vigilarse el colesterol. Las emociones fuertes son para países más pobres.
No es esa paz provinciana y burguesa la que me perturba mientras paseo por la Suiza alemana, sino algo que me cuesta verbalizar, pero se vuelve evidente en cuanto encuentro la primera frase: los edificios. En el centro monumental de las ciudades abundan las casas renacentistas, las iglesias medievales y las torres del poder civil con relojes que llevan más de trescientos años marcando precisamente la hora. Son auténticos, no reconstrucciones. El pasado se ha preservado como en ningún otro sitio, de una forma que llega a abrumar, sobre todo si se viene desde Alemania y sus ciudades rehechas desde los escombros de la guerra.
¿Por qué perturba tanto esta exuberancia patrimonial? Porque es la expresión de una utopía europea. Suiza no pertenece a la UE, pero es su versión en miniatura: una confederación plurilingüística con un estado social avanzado y una democracia incuestionable
¿Por qué perturba tanto esta exuberancia patrimonial? Porque es la expresión de una utopía europea. Suiza no pertenece a la UE, pero es su versión en miniatura: una confederación plurilingüística con un estado social avanzado y una democracia incuestionable. Es lo que la UE quiere ser, por lo que cualquier europeísta debería sentirse complacido paseando por allí. Sin embargo, es también lo que Europa no ha podido ser. En Suiza se puede imaginar cómo sería el continente si hubiera disfrutado de quinientos años de paz, si la guerra no hubiera marcado su geografía, sus ciudades, su cultura y su política.
No estuvo Suiza tan al margen de las pasiones europeas, como demuestra el olor de la carne chamuscada de Miguel Servet y la teocracia de Calvino. La Confederación Helvética no existiría sin el cisma protestante y las guerras de religión del siglo XVI. Pero desde entonces se ha preservado como una anomalía, abrazada a su neutralidad, ensimismada en sus valles, adormecida por el cucú de sus relojes. Y pese a ofrecerse como refugio de los europeos perseguidos más audaces y distinguidos, convertirse en la caja de caudales de los ricos e inspirar incluso el mito de Frankenstein, no ha dejado de ser un vacío, una Europa situada en una dimensión paralela, fuera del espacio-tiempo. No es extraño que Albert Einstein saliese de allí ni que hoy fuercen en su subsuelo los límites del conocimiento físico mediante la colisión de partículas elementales. Suiza, en muchos sentidos, solo existe como imposibilidad.
Pero el desasosiego no viene de la excepción, sino de la constatación de la norma que rige fuera de esas fronteras, la norma de la que viene el europeo. Paseando junto a murales que llevan aquí desde 1500, tan cuidados que parecen pintados ayer, se siente dolorosamente el peso de las guerras en Europa. El continente debe tanto a la guerra que es inimaginable sin ella. Suiza no vale ni como utopía. Los europeos debemos todo lo que somos a las matanzas y a la destrucción. Sin esa pulsión secular e ininterrumpida hasta 1945, nuestras sociedades serían muy distintas. Hasta lo que nos hace felices y sublimes, como la gran música y la gran literatura, debe su existencia a la guerra. Nada se explica sin la guerra. Todo remite a ella. Apabulla tanto su legado que uno no puede evitar pensar cuándo acabará al fin esta rara paz. Porque somos europeos, no suizos.
Sergio del Molino