La gran cuestión radica en conocer si los contenidos televisivos que inundan nuestras pantallas domésticas responden al país que somos o, por el contrario, los programadores y directores de antena de las diferentes cadenas públicas y privadas se han trastornado hasta el punto de ofrecer a los espectadores un menú intragable cuya ingestión catódica fuerzan denodadamente cada día con excelentes resultados, según señalan sin cálculo de error los admitidos índices de audiencia ofrecidos por la empresa Sofres.
A pesar de que todos desearíamos una alteración de la conducta que afectara a los responsables de las parrillas –afección leve y transitoria, por supuesto–, lo cierto y verdad es que los datos disponibles apuntan a la primera de las posibilidades, a pesar de la depresión colectiva que conlleva admitir que una ingente masa de consumidores televisivos demanda y disfruta con espacios poblados por personajes de tercera, cuyo único mérito conocido es haber sido novio, novia, amante ocasional, hijastro, cónyuge burlado, amigo traicionado, empleado traidor o suministradora de servicios sexuales, de algún supuesto famoso entre la pléyade de buscavidas, aprovechateguis y caraduras que pueblan con fruición las páginas de papel couché del proceloso mundo del corazón.
En lugar de exaltar la cultura del esfuerzo y mostrar a los espectadores a figuras destacadas del ámbito de la cultura, la creación, la investigación o cualquier otro ámbito reseñable de la realidad del país; las televisiones dan cabida, previo generoso pago de su importe, a colaboradores cuya sola presencia ante las cámaras debería de abochornar a profesionales y público en general. Estamos aburridamente hartos de que nos narren con todo lujo de detalles las intimidades y miserias –especialmente lo segundo– de pseudofamosos de pacotilla que aprovechan el filón del entontecimiento general para forrarse el riñón a costa de arrojar por el barranco la escasa dignidad que nunca tuvieron. El drama es que, hoy por hoy, no existe lugar ni espacio en las programaciones televisivas españolas para acoger a los auténticos personajes de prestigio, gente de primera de la que se puede aprender y que otorgan a quienes los contemplan la delicia de ver desfilar una vida inteligente ante sus ojos. Las cadenas privadas arguyen que no son vehículos de difusión cultural, sino negocios pendientes de sus cuentas de resultados; y las públicas (tanto TVE como las emisoras integrantes de la FORTA), se limitan a seguir la corriente ante la ausencia de un verdadero modelo audiovisual del sector público que los profesionales reclaman a gritos mientras el Gobierno mira para otro lado incapaz de hincar el diente en un asunto clave para nuestro propio desarrollo como sociedad.
El espectáculo, mientras tanto, es de horror. Todo el mundo dice condenar la denominada telebasura, pero al mismo tiempo, su consumo es tan alto que hace pensar, irremediablemente, que mil millones de moscas tampoco pueden estar equivocadas. Tengan por cierto que si la audiencia rechazara abiertamente este tipo de contenidos embrutecedores, soeces y estúpidos, los canales cambiarían de inmediato sus estrategias de programación para adecuarlas a las nueves demandas de la audiencia. Eso no ocurre porque la aceptación es bárbara e imparable. Al igual que siempre se ha utilizado la excusa de estar enterado de un chafardeo de cuarta por haber hojeado casualmente una revista rosa en la peluquería o la consulta del dentista. Hoy parece que sólo nos topamos con la pandilla-basura televisiva haciendo zapping en el intermedio de una película de Fassbinder.
Sobra hipocresía y voluntad colectiva para cambiar las cosas. Mientras el negocio marche y los ingresos aumenten, los nuevos bufones contemporáneos continuarán entreteniendo las noches y madrugadas de una sociedad que los demanda. La falsía obliga a decir que se ven a diario los documentales de La 2 cuando la realidad demuestra que lo que se consumen son “tómbolas”, “marcianos”, “salsas rosas” y demás indigesta oferta al uso. Los contenidos que de verdad pueden verse y merecen la pena tienen una audiencia testimonial, se refugian en la televisión digital de pago o son condenados al ostracismo de horarios imposibles y absurdos.
Esto es lo que hay mientras la pregunta flota en el aire: ¿En realidad todos estos freakies nos reflejan como país…? La verdad es que hay veces que dan ganas de dimitir como ciudadanos si corremos el riesgo de que nos confundan con la peste.