En recuerdo del espléndido y tristemente olvidado narrador argentino Daniel Moyano, secuestrado y torturado por la dictadura, y más tarde exiliado a España, donde seguiría escribiendo hasta su muerte.
Acababa de amanecer en el bosque. La mañana era húmeda. Los pájaros cantaban por rutina, ajenos a lo que estaba a punto de ocurrir bajo las copas de los árboles. Cuando el prisionero Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «Preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «Carguen». Y mientras recordaba a su difunto abuelo, sintió que era irreal que las peores pesadillas de uno mismo se cumpliesen.
Eso pensó Moyano: que siempre se mencionaba estúpidamente (cobardemente, rectificó Moyano) la extrañeza de realizar los propios deseos, y se pasaba por alto la perplejidad siniestra que nos causa, o debería causarnos, la consumación de nuestros temores. No lo pensó quizás en forma sintáctica, palabra por palabra, pero sí recibió el fulgor ácido de esa conclusión: lo iban a fusilar, iban a hacerlo, y nada le parecía más inverosímil, pese a que en sus circunstancias hubiera podido parecer lo más natural del mundo. ¿Era acaso natural escuchar «Apunten»? No, a cualquier persona, al menos a cualquier persona decente, una orden así jamás le llegaría a sonar lógica, por mucho que el pelotón entero estuviese formado con los fusiles perpendiculares al tronco, como la rama atroz de un árbol, y por mucho que durante su cautiverio el general lo hubiese amenazado varias veces con que le pasaría lo que le estaba pasando.
Cuando el prisionero Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «Preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «Carguen». Y mientras recordaba a su difunto abuelo, sintió que era irreal que las peores pesadillas de uno mismo se cumpliesen
Moyano se avergonzó de la poca sinceridad de este razonamiento, y de la hipocresía de apelar a la decencia: ¿a quién a punto de morir le preocupaba semejante cosa?, ¿a quién le interesaba la decencia frente a un fusil recto?, ¿no era en realidad la supervivencia el único valor humano, o quizá menos que humano, que le importaba ahora?, ¿estaba tratando de disculparse?, ¿de morir gloriosamente?, ¿de distinguirse de sus verdugos como una forma de salvación en la que él nunca había creído? No pensaba todo esto Moyano, pero sí lo intuía, lo entendía, asentía mentalmente como ante un dictado ajeno.
El general aulló «¡Fuego!», él cerró los ojos, los apretó más fuerte que nunca antes en su vida, buscó esconderse de todo, de sí mismo, por detrás de los párpados, de pronto pensó que era innoble morir así, con los ojos cerrados, que su última mirada merecía ser por lo menos vengativa, pensó en abrirlos, no lo hizo, se quedó quieto, pensó en gritar algo, en insultar a alguien, buscó unas palabras oportunas, no le salieron, qué muerte más torpe, pensó, y de inmediato: ¿nos habrán engañado?, ¿no morirá así todo el mundo, como puede? Lo siguiente, lo último que escuchó, fueron los gatillazos, su estruendo, mucho menos molesto, incluso más armónico, de lo que siempre había imaginado.
Eso debió ser lo último, pero escuchó algo más. Para su sorpresa, para su confusión, también escuchó otras cosas. Con los ojos todavía cerrados, pegados al pánico, escuchó al general pronunciando en voz muy alta «¡maricón, llorá, maricón!», al pelotón retorciéndose de risa, olió temblando el aire delicioso de la mañana, oyó el canto inquieto de los pájaros, saboreó la saliva seca entre sus labios. «¡Llorá, maricón, llorá!», le seguía gritando el general cuando Moyano abrió los ojos, mientras el pelotón se dispersaba dándole la espalda y comentando la broma, dejándolo ahí tirado, arrodillado entre el barro, jadeando, todo muerto.