En 1975, la Organización de las Naciones Unidas proclamó el día 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer, aun cuando sus orígenes se remontan más de cien años atrás, a mediados del siglo XIX, en plena revolución industrial. El 8 de marzo de 1857, miles de trabajadoras textiles salieron a las calles de Nueva York para protestar por las míseras condiciones laborales y abogar por un recorte del horario y el fin del trabajo infantil.
En aquellos momentos, las mujeres reclamaban derechos tan básicos como poder votar en las elecciones, ocupar posiciones en la política y en la sociedad en general, derecho al trabajo, poder estudiar… Estas reivindicaciones, vistas desde nuestros días, conmueven profundamente al hacernos conscientes del lejano punto del que partimos, por lo que de muy básicos tienen esos derechos; también dejan patente cómo la labor de estas pioneras, cómo su convicción y la fuerza con la que pugnaron por que se les reconociera su lugar en la sociedad constituyó un sólido fundamento para abrir camino y para sembrar conciencia de que se estaba requiriendo algo consustancial al ser humano: sencillamente la igualdad esencial, la identidad de trato, de oportunidades y de reconocimiento que corresponde por naturaleza y por derecho a mujeres y hombres.
Hoy, la fuerza que impulsa la demanda de igualdad de mujeres y hombres y su desarrollo íntegro como personas en todo el mundo traspasa fronteras, diferencias culturales, económicas, ideológicas, para reivindicarse, no sólo como principio, sino como realidad efectiva, sin fisuras ni excepciones. El día 8 de marzo conmemora este derecho y recuerda que todos los días del año deben ser esa fecha en el empeño por lograr lo que la misma representa.
Para garantizar la igualdad no es suficiente contar con una Ley y observar su estricto cumplimiento, sino que para que sea real y efectiva es preciso crear e interiorizar una cultura colectiva de igualdad, como savia irrigadora, y para ello resulta troncal una educación con y en igualdad
Las mujeres y los hombres son iguales en dignidad humana e iguales en derechos y deberes. Puede resultar sorprendente, pero así arranca el artículo primero de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres; y digo sorprendente porque se trata de una afirmación tan rotunda en sí misma, por evidente, que desconcierta la necesidad de que este reconocimiento expreso se efectúe en el articulado en lugar de recogerse en su preámbulo.
Pero para garantizar la igualdad no es suficiente contar con una Ley y observar su estricto cumplimiento, sino que para que sea real y efectiva es preciso crear e interiorizar una cultura colectiva de igualdad, como savia irrigadora, y para ello resulta troncal una educación con y en igualdad. Su crecimiento y plenitud requieren de una actuación comprometida de los individuos y de la sociedad en su conjunto y, muy especialmente, de los poderes públicos, para promoverla, con una actuación proactiva, y para corregir situaciones de desigualdad de hecho o de derecho, alcanzando así una sociedad más democrática, justa y solidaria.
El Tribunal de Cuentas tiene asumido un fuerte compromiso en este ámbito. Cuenta con un Plan de Igualdad para mujeres y hombres, que se materializa mediante acciones concretas para llevar a efecto su aplicación, que son objeto de permanente seguimiento; además, su Comisión de Igualdad impulsa iniciativas y sensibiliza en su promoción y observancia.
Igualmente, en el ejercicio de su función fiscalizadora, el Tribunal verifica, como objetivo horizontal, el sometimiento de la actividad económico-financiera del sector público, entre otros, al principio y a las disposiciones de igualdad de género, en cumplimiento de lo establecido en su normativa reguladora y conforme prevé su Plan Estratégico 2018-2021, incorporando en sus informes recomendaciones encaminadas a promover la mejora de su cumplimiento.
Ciertamente cada vez somos más las mujeres que ocupamos puestos relevantes en las organizaciones. Y ello es reflejo de una evidencia incuestionable: mujeres y hombres somos igualmente profesionales, competentes, responsables, emprendedores, creativos, empáticos y capaces de dirigirlas con éxito. Pero ello también es el resultado de un esfuerzo largo, comprometido, permanente y decidido por hacerlo efectivo, y que hay que continuar impulsando con intensidad y fortaleza para seguir avanzando y evitar cualquier quiebra, resistencia o reserva.
Sin duda, el mayor triunfo de la igualdad será lograr que se interiorice y se asuma, entienda y aplique como práctica habitual, con la más absoluta normalidad, sin que su plenitud se valore como un logro especial o extraordinario, sino como lo evidente. Sólo así, habremos alcanzado un gran reto: demostrar el enorme valor añadido que aporta la igualdad.
María José de la Fuente y de la Calle