El 1 de enero de 1932 el general Sanjurjo, director general de la Guardia Civil en aquel momento, que se encontraba en Zaragoza con motivo de una boda, recibe noticia de lo ocurrido en Castilblanco el día anterior, último de 1931: cuatro guardias civiles, llamados por el alcalde para evitar una manifestación no autorizada, habían sido linchados en ese pueblo de Badajoz.
En esos siete meses, entre ese 31 de diciembre de 1931 y el 10 de agosto de 1932, fecha del fallido golpe promovido por los generales Barrera y Sanjurjo, se desarrolla la novela La rebelión del General Sanjurjo, de Luis María Cazorla. Un tiempo para que, sabiendo lo que va a pasar y el día en que va a pasar, palpemos, con el paso de los días, el aumento de la tensión: la creciente indignación de muchos ante los desordenes públicos, la tramitación del Estatuto de Catalunya y la reforma agraria, los ataques a la Iglesia, la propaganda revolucionaria en la calle y en los cuarteles o las reformas militares promovidas por Azaña. Y, también, la espera de éste, presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, que, consciente de lo que se avecina, aguarda agazapado, para extirpar de raíz el golpe y obtener, además, réditos políticos.
Desfilan ante nuestros ojos personajes históricos, como Azaña, Casares Quiroga, Lerroux, Sanjurjo, Barrera, Cabanellas, Franco, Goded. Y otros ficticios, como Perico Robi, Chelo Barriocanal, Luz Camargo, Esteban Lapetra, Paco Tenoll, Nicolás y Lola Lasheras o Carlos Pozo, algunos de los cuales ya habían aparecido en la trilogía del autor sobre Marruecos: La ciudad del Lucus (2011), El general Silvestre o la sombra de Raisuni (2013) o Las semillas de Annual (2015).
Importa menos si el Azaña o el Sanjurjo que recoge la novela son reflejo más o menos exacto de la realidad, como presenciar lo que uno y otro piensan y sienten. Y lo que hacen, sienten y piensan los que antes de ser novelados eran personajes ficticios
Aunque hay que tener cuidado con esa distinción, hecha quizá con lápiz demasiado grueso, entre personajes históricos y ficticios. Porque, una vez novelados, ¿no se vuelven ficticios los personajes históricos?; y, ¿no consiste justamente el arte del novelista en convertir a los ficticios en históricos? ¿No son históricos don Quijote, Sancho Panza, Jean Valjean, Lucien de Rubempré, Vautrin, Anita Ozores, Raskólnikov, o Iván Desinovich?
Importa menos si el Azaña o el Sanjurjo que recoge la novela son reflejo más o menos exacto de la realidad, como presenciar lo que uno y otro piensan y sienten. Y lo que hacen, sienten y piensan los que antes de ser novelados eran personajes ficticios. Personajes, estos últimos, que no son meros figurantes, sombras que, terminada la novela, se desvanecen, porque es justamente su vida lo que se nos cuenta. Una vida, que forma parte de la sanjurjada y que es imprescindible para entenderla, porque nos habla de la división, que calaba cada vez más hondo y que desembocó, primero en el intento de golpe de Estado del 32, luego en la revolución de 1934 y, finalmente, en la guerra civil.
Importantes, pues, estos personajes que parecen secundarios y no lo son, por más que, en el epílogo, se les obligue a retirarse a sus camerinos, en un quiebro que desde un punto de vista literario no era quizá necesario, cuando el autor, justamente en la madrugada del 10 de agosto de 1932, da por terminada la novela y dedica unas páginas a satisfacer la curiosidad del lector, haciendo no ya novela, sino historia.
Amena lectura, la de La rebelión del General Sanjurjo, última novela del brillante y polifacético Luis María Cazorla, doctor en Derecho, catedrático, abogado del Estado, Letrado de Cortes, Inspector fiscal, Académico de la RAJyLE, presidente de la Fundación Pro Academia de JyLE y novelista. Una novela que bien podría ocurrir que fuese el comienzo de otra trilogía.
Manuel Ballesteros