El entonces candidato a la presidencia Franklin Delano Roosevelt hizo la campaña en 1932 defendiendo el equilibrio presupuestario, convencido de que eso daría confianza y generaría la necesaria inversión tras los años de la Gran Depresión. Sin embargo, cuando llegó a la Casa Blanca en 1933 no pudo ajustar las cuentas públicas como prometió y lanzó el llamado New Deal para paliar los duros efectos de la crisis entre amplias capas de la población.
Ya en 1936 ofreció esta justificación: «Equilibrar nuestro presupuesto en 1933, 1934 o 1935 habría sido un crimen contra el pueblo estadounidense. Para ello, habríamos tenido que, o bien imponer un impuesto que habría sido confiscatorio, o bien afrontar el sufrimiento humano con insensible indiferencia. Pero cuando los estadounidenses sufrían, nos negamos a mirar hacia otro lado. La humanidad era lo primero».
Entre las heridas de la Gran Depresión y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el largo mandato, imposible ahora, de Roosevelt entre 1933 y 1945 se saldó con un déficit medio del 12,2% del Producto Interior Bruto de su país, el mayor nunca conocido por la primera potencia mundial, según un estudio de Bank of America que ha comparado este año los desajustes en las presidencias de EEUU. Los Gobiernos de Zapatero y Rajoy se acercaron a esas cifras de Roosevelt en años puntuales durante la crisis financiera, pero, en esa época, EEUU no superó como media el 5,4% bajo el primer mandato de Barack Obama entre 2009 y 2013, según el mismo informe del banco estadounidense.
La moraleja es que conviene a los intereses de países con alta deuda como España -y no digamos ya los emergentes en Iberoamérica- que el nuevo inquilino de la Casa Blanca no soliviante a los mercados
Llegó después al poder Donald Trump y el déficit pasó a una media del 6,6% espoleado por la pandemia. Joe Biden lo ha superado hasta un nivel actual medio por encima del 7,5%. Es decir, el más alto desde Roosevelt.
El problema ahora es que los principales candidatos a la Casa Blanca, sean demócratas o republicanos, no muestran gran compromiso por sanear las cuentas públicas. Pero, como advierte el economista jefe del Fondo Monetario Internacional, Pierre Olivier Gourinchas, el desequilibrio de cada año provoca que, además del colosal reto de refinanciar la deuda pública, que supera el 100% del PIB, hay que colocar otra nueva en los mercados. «La perspectiva de la deuda de EEUU es como un palo de hockey», ha advertido Jamie Dimon, el presidente de JPMorgan que es el mayor banco del mundo. «Vamos hacia un precipicio en esta próxima década y a gran velocidad».
Un aperitivo de todo esto se vivió el pasado octubre. Los inversores llegaron a reclamar un 5% de interés por un bono a 10 años del Tesoro de EEUU, el mayor desde 2007 y miembros de la Reserva Federal lo calificaron de «terremoto». Inmediatamente se encareció la financiación de países europeos endeudados como España y de economías emergentes en el mundo. Este mazazo quedó afortunadamente en un susto puntual, pero el episodio mostró que si se extiende la fatiga de los inversores por absorber tan ingente cantidad de deuda, se puede generar una nueva crisis.
La moraleja es que conviene a los intereses de países con alta deuda como España -y no digamos ya los emergentes en Iberoamérica- que el nuevo inquilino de la Casa Blanca no soliviante a los mercados. El FMI ha cifrado la deuda mundial en 235 billones de dólares (la de España es de 1,5 billones) y eso supone el 238% del PIB mundial. Esta montaña es casi un 10% más que antes de la pandemia y un disparate si se toma como referencia de tasa sana el 60% del PIB que establece el Tratado de Maastricht en la Unión Europea.
«La democracia no puede tener éxito a menos que quienes expresan su elección estén preparados para elegir sabiamente. Por lo tanto, la verdadera salvaguardia de la democracia es la educación», dijo Roosevelt. Eso debe incluir educación financiera, porque los actuales niveles de deuda no dejan margen si vienen más crisis. Y vendrán.
Carlos Segovia