El funcionamiento erróneo de buena parte de las instituciones españolas, levantadas durante la transición de la dictadura franquista a la democracia, se debe a fallos de diseño, fallos de inicio provocados por el hecho de que esa transición se realizó sin crítica, sin análisis del pasado y sin oposición a los designios de quienes, desde siempre, detentan el poder y el dinero en la sociedad española. Este es el análisis que realiza hoy día una parte de la sociedad española, indignada, con razón, por el evidente deterioro institucional que padece el país. Sin embargo, ese análisis que dice partir de la recuperación de la memoria histórica, demuestra muy poca memoria, al menos memoria reciente.
Los fallos del sistema son claros y en ese diagnóstico coincide el conjunto de la sociedad, pero no es razonable aducir que proceden, en su mayoría, de un diseño institucional erróneo, porque los datos demuestran que tienen sus raíces, de manera mucho más clara, en su desarrollo posterior, a lo largo de los treinta años que siguieron a la Transición propiamente dicha.
Un examen algo detallado de las hemerotecas desmiente a quienes reprochan a la transición y a sus protagonistas falta de crítica y de análisis. La Transición se realizó, por el contrario, en medio de fuertes críticas y con un conocimiento bastante exacto de lo ocurrido en la II República, en la guerra civil y en el franquismo, entre otras cosas, porque un cierto número de sus protagonistas había conocido los tres periodos. Tenían pues experiencias personales y fue esa experiencia (y no su desconocimiento u olvido) lo que marcó la transición: la experiencia como conocimiento.
El grado de crítica que acompañó todo el proceso de la Transición fue mucho mayor que el que rodeó los años posteriores. Es en esas décadas de 1990-2000 cuando empieza a producirse la apropiación de las instituciones (Tribunal Constitucional Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas, etc.) y de los organismos reguladores de la actividad económica, que tan funestas consecuencias ha traído a la vida política española.
La relación de causa-efecto no procede, pues, tanto del periodo de la transición ni de un diseño constitucional erróneo, como de esa veintena de años, en los que se sientan las bases de una especie de reparto “proporcional” de las instituciones, protagonizado por los dos grandes partidos políticos, Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español.
No es extraño que sean esos dos partidos los que ahora sufren una descomunal pérdida de confianza por parte de los ciudadanos. Para colmo, la apropiación de las instituciones, y su lógico desprestigio, alentó la extensión de redes de corrupción política, que fueron ignoradas por la opinión pública mientras eran compatibles con un aumento generalizado del crecimiento económico, pero que inflamaron la indignación en cuanto estalló la burbuja.
La necesidad de una reforma parcial de la Constitución es respaldada ahora por prácticamente todas las corrientes ideológicas, incluida una parte sustancial del propio Partido Popular, que discute la oportunidad de plantearlo antes de las elecciones generales, pero no su obligación. Es necesario introducir reformas que adapten el texto fundamental a nuevas realidades y necesidades, pero esos cambios no tienen por qué suponer un rechazo paralelo del proceso de la Transición ni de sus aciertos.
Por supuesto que en la Transición se cometieron errores políticos, algunos serios, pero, en su conjunto, se puede decir, con argumentos, que abundaron las soluciones correctas en el sentido de proporcionar un marco democrático suficientemente flexible. Cualquier reforma debería recuperar, precisamente, esa flexibilidad política, combinada con la inflexibilidad en la defensa de los derechos individuales, que se han puesto en duda en los últimos años.
Las constituciones experimentan, generalmente, reformas durante su existencia, pero conviene tener en cuenta que la norteamericana, que suele ponerse como ejemplo, ha sufrido 27 cambios en 225 años. Y que el argumento tan esgrimido en España de que los cambios generacionales exigen cambios de Constitución, es un argumento muy poco sólido: el 100% de los norteamericanos vivos no votó la Constitución, ratificada en 1788.