sábado, noviembre 23, 2024
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    ESPECIAL NÚMERO 100

    Pero, ¿en qué momento…?

    Sí, a mí también me lo dijeron mis padres cuando estaba a punto de concluir lo que entonces se llamaba Preuniversitario –ahora, con tanto cambio, ya ni sé cómo diablos denominan a esa última etapa antes del Gran Salto hacia la Universidad–:

    – ¿Por qué no haces cualquier carrera que luego te lleve a una buena oposición?– tanteó mi madre.

    – Sí, como notario. O registrador de la propiedad, por ejemplo– concretó mi padre.

    – Pero es que yo… yo quisiera ser diplomático. O periodista– protesté yo.

    Acabé estudiando Derecho, para complacer a mis padres, que veían aquello como la antesala de esa buena oposición que soñaban para que su hijo luego alcanzase, valga el (mal) juego de palabras una buena posición. Pero combiné esa carrera con la de Periodismo, para complacerme a mí mismo, que me veía tocado por el dedo divino de la vocación sacerdotal de la información desde que un profesor del colegio, abordándome como porque sí, me dijo:

    – No serías mal periodista tú, que eres lenguaraz y hablas de todo sin saber casi de nada.

    Aquella broma, que posiblemente no lo era tanto, me perdió. Porque me reveló un mundo –dejémoslo en mundillo, si usted quiere– en el que yo ni siquiera había pensado.

    Acabé estudiando Derecho, para complacer a mis padres, que veían aquello como la antesala de esa buena oposición que soñaban para que su hijo luego alcanzase una buena posición. Pero combiné esa carrera con la de Periodismo, para complacerme a mí mismo

    Luego vino la vida, esa gran mixtificadora. En mi ejercicio como periodista, o como ciudadano, o como litigante, o como paseante por allí, me encontré varias veces a varios de mis compañeros de curso y de grupo en Derecho. Algunos han llegado a ser grandes abogados. Uno, un juez muy conocido de la Audiencia Nacional, acabó yéndose a un bufete de campanillas. Varios son notarios, y me he ido topando con ellos por casualidad. Alguno llegó a registrador, aunque nunca tuve ocasión de volver a verlo. Una es catedrática de Penal. Otro, letrado de las Cortes y del Consejo de Estado (entre otras cosas: era el empollón del grupo). Otro más, diplomático, y ya ha desempeñado dos embajadas. Son todos ellos gentes a las que les ha ido bien, que se han instalado confortablemente y sin sobresaltos en la vida. A veces los envidio, desde los altibajos y vaivenes de esta profesión maravillosa que, contra los consejos de mis padres, me empeñé en ejercer.

    – Que esto del periodismo es una cosa muy bohemia– me advertía mi padre, abogado y empleado de banca.

    – Que los periodistas no ganan dinero si no es engolfándose– decía mi madre, más directa.

    Yo, qué le vamos a hacer, ahí seguí, erre que erre. Y ahí sigo, contra viento, que a veces sopla fuerte, y marea, que en ocasiones amenaza con ahogarte.

    El orgullo de la lucha en soledad y todas esas cosas.

    Hace unas semanas tuve una conversación muy seria con mi hija Bárbara, de diecisiete años, que anda pensando en el futuro.

    – ¿Por qué no te orientas hacia Derecho, o Económicas? Alguna cosa que te permita hacer luego una buena oposición– le dije, por seguir la tradición familiar, supongo.

    Ella me miró con cierto aire socarrón.

    – Sí, algo como notario, registrador de la propiedad o similares, ¿verdad?– me soltó.

    No supe qué decirle. Pero sospecho, y no sin cierta desesperación, que lo que ella quiere ser de mayor es periodista. Ya digo: la tradición familiar.

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    Revista nº12

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