Es desolador que hoy la megalomanía y la ambición personal de algunos nos hayan conducido al estado lamentable en que nos encontramos. (…) Están utilizando un truco muy conocido y muy desacreditado, es decir, el de convertirse en el perseguido, en la víctima; y así hemos podido leer en ciertas declaraciones que España nos persigue, que nos boicotea, que nos recorta en Estatuto, que nos desprecia, que se deja llevar por antipatías hacia nosotros”. Corre el 16 de abril de 1981. El diario catalán La Vanguardia de ese día dedica su página 10 a una extensa carta que el expresidente de la Generalitat Josep Tarradellas hace llegar al entonces director del medio, Horacio Vázquez-Rial. Su lectura resulta estremecedoramente actual, como si no hubieran pasado treinta y seis años desde entonces.
El independentismo ha conseguido congelar el tiempo, instalarse en la imagen de una España en blanco y negro inexistente, en la que nada ha cambiado en más de tres décadas y media. Demostración palmaria de que las ideologías sostenidas en una especie de supremacismo territorial, sea de raza, religión, lengua o historia, resultan reduccionistas y empobrecedoras.
El histórico presidente de la Generalitat, el mismo que se sobrepuso a la brecha de un país herido por una Guerra Civil y la dictadura franquista, alertaba en aquella antigua misiva contra un Jordi Pujol que acabaría “deteriorando” la relación de Cataluña con el resto de España, que tensaría un vínculo “para llegar a la ruptura de la política de unidad, de paz y de hermandad aceptada por todos los ciudadanos”.
Si Tarradellas hablaba así de quien durante veinte y tres años fue investido con la púrpura de hombre de Estado imprescindible para la gobernabilidad y articulación de España, antes de naufragar en la ignominia de cuentas no declaradas en el extranjero, ¿qué no diría ahora de Carles Puigdemont?
Cabe preguntarse dónde reside la grandeza de un líder. No, desde luego, en quien arrastra a parte de un pueblo a un callejón sin salida y hace de ese recorrido una tortuosa senda de tierra quemada. Porque si algo ha demostrado el destituido presidente de la Generalitat, ha sido su capacidad para dividir, desestabilizar, irritar y, cuando no, destruir, aquello que ha tocado, pero, también, una enorme resiliencia ante lo que Tarradellas alertó que nunca debía hacerse en política: el ridículo.
Instalado en la agnosia, el legado del catalán será un heteróclita amalgama de lo que hace pequeño a un líder. Ha terminado de aniquilar al otrora partido hegemónico de Cataluña, la extinta Convergencia, amenazada de irrelevancia parlamentaria en los comicios del 21-D; ha elevado el grado de crispación y enfrentamiento de una sociedad dividida en dos, erosión que sólo el independentismo niega; ha arrumbado las instituciones legítimas del autogobierno para lanzarlas contra los catalanes no independentistas y contra el resto de españoles y hasta ha abierto distintas brechas en el resto de la clase política, tanto entre los que fueron sus compañeros de armas como en aquellos que intentan navegar entre la ambigüedad y la complicidad con un golpe de estado institucional.
Y cuando decidió huir de la acción de la justicia de nuestro país para instalarse en Bélgica, desde donde construir su relato de pueblo oprimido, puso a prueba las costuras de un gobierno que tardó más de quinientos días en constituirse y la paciencia de unas instituciones comunitarias que le han declarado personaje “non grato” y al que ven como una rareza pero, también, como amenaza para el futuro de Europa.
Ha internacionalizado el “conflicto” a base de crear irritación e incomodidad, acompañado de las fuerzas nacionalistas de la ultraderecha que, no nos engañemos, usan Cataluña para sus propios fines. Hasta que se cansen o hasta que Puigdemont, como aquel personaje de Astérix y Obelix, consiga sembrar en ellos también su cizaña.
Porque sí, este artículo ha comenzado recordando la grandeza de una figura histórica como Josep Tarradellas y terminado en otra de puro cómic.