sábado, noviembre 23, 2024
More

    ESPECIAL NÚMERO 100

    Europa y el mago

    En un cuento de 1929, y ambientado en aquellos años, Thomas Mann narra el veraneo de una familia alemana en un pueblo de la costa italiana. La localidad, bien preparada para recibir a turistas, promete una estancia feliz, pero pronto el ambiente se carga de malos presagios. Algo envenena y crispa la atmósfera y parece tener su foco en las actuaciones de un tal Cipolla, mago ambulante que ofrece cada noche actuaciones a los veraneantes. Su especialidad es la de hipnotizar a personas del público, sobre el cual ejerce un misterioso magnetismo, mientras hace bromas de mal gusto sobre los extranjeros. 

    El cuento se llama Mario y el Mago y no desvelaré su final. Si diré que existe coincidencia entre los estudiosos de Mann en creer que su autor, de natural remiso al compromiso político, estaba alertando del riesgo que traían a la Europa de entreguerras los políticos demagogos y líderes de masas que, como el Cipolla del cuento, parecían tener la habilidad de poner en trance a los ciudadanos y hechizarlos con las palabras. El mago de Mann es el fascismo, aunque también podría ser el nacionalismo o cualquier otra ideología capaz de desactivar nuestro sentido crítico con la golosina del chovinismo y convertirnos en autómatas. 

    Al leer el cuento hace poco pensé en lo muy distinto que era Cipolla de otro mago de la literatura que siempre ha contado con mi predilección. Me refiero a Próspero, el hechicero que Shakespeare hace protagonista de su obra La Tempestad. Legítimo duque de Milán, Próspero ha aprendido en los libros conjuros que le permiten gobernar sabiamente la isla donde vive desterrado con su hija Miranda. Como todo personaje shakesperiano, se trata de una figura compleja y ambigua, rica en matices: el trato que dispensa a sus siervos autóctonos le ha ganado fama de colonizador entre los exégetas más críticos de la obra. 

    Espero no caer en una analogía en exceso rebuscada, pero últimamente me imagino a los ciudadanos europeos como estando bajo el influjo alternativo de estos dos hechiceros tan distintos, representantes de las dos almas del continente: el racionalismo ilustrado y el chovinismo nacionalista. Durante mucho tiempo, hemos vivido en Europa bajo el encanto de Próspero, mago de la técnica y del buen gobierno. Encarna cuanto la Unión tiene de utopía tecnocrática: la idea de que los europeos, libres ya de la guerra, podíamos también aspirar a librarnos del mal gobierno, a través de la progresiva inyección de racionalidad en las políticas nacionales; una inyección administrada desde instituciones comunitarias independientes y superadoras del Estado-Nación. Así, si el Banco Central Europeo se ha centrado en evitar crisis monetarias por hiperinflación, –con bastante éxito, por cierto–, la Comisión se conjura para prevenir las crisis fiscales por gasto excesivo. Pero esta vigilancia tecnocrática se vive últimamente como un corsé asfixiante en el que no caben nuestros sueños y ambiciones. La frustración y la sospecha de que algún sortilegio salido del magín de Bruselas puede haber sido poco acertado, hace que más y más europeos experimenten el deseo de ceder a la hipnoterapia de Cipolla, el mago embaucador que les promete un retorno al refugio confortable de la nación soberana. Si queremos remontar el vuelo, se nos dice, debemos rescindir el contrato europeo y recuperar soberanía para nuestros países. Tal es, al menos, el mensaje –vencedor ya en Reino Unido– que pregonan una serie de fuerzas soberanistas (anteriormente llamadas euroescépticas) que aspiran a lograr una mayoría de escaños esta primavera en las próximas elecciones al Parlamento Europeo. 

    El panorama no resulta alentador y hay quien cree estar presenciando un brusco viraje de la historia. En el Manifiesto por un patriotismo europeo, promovido por el francés Bernard Henry-Levy y firmado por treinta intelectuales europeos, se nos advierte que «Europa está en peligro»; leemos también que «Europa como idea, voluntad y representación se está deshaciendo ante nuestra mirada». No voy a despreciar yo la amenaza que supone el avance nacionalpopulista en el continente, y sin embargo me siento ligeramente más optimista que los firmantes del manifiesto. No debemos olvidar que si el europeísmo pudo dar zancadas a lo largo de seis décadas fue gracias a que el nacionalismo tenía la guardia muy baja tras el armageddon europeo. El instinto nacional de los Estados estaba avergonzado y no opuso resistencia a la construcción de Europa. En un continente envejecido que teme no poder competir en una economía globalizada y cuyas clases medias experimentan una cierta sensación de desclasamiento, era previsible que el nacionalismo, ese viejo demonio embaucador y fullero, nos tentara con el retorno al nido nacional. Tras la sístole europeísta en el corazón del continente llega así la diástole renacionalizadora. Quizá lo prudente para quienes seguimos creyendo en el proyecto europeo sea rebajar nuestras expectativas a corto plazo y resistir en las posiciones ganadas, hasta que el corazón vuelva a bombear europeísmo. Si dentro de diez años los europeos seguimos viajando sin ser detenidos en las fronteras internas, empleando una moneda única y pudiendo reclamar las decisiones de los gobiernos nacionales ante instancias europeas, entonces –argumenta Ivan Krastev en su iluminador After Europe– los europeístas habremos ganado. Es suficiente. Es mucho. Al menos, hasta que la función del mago Cipolla vuelva a quedarse sin público. 

    Revista nº86

    100 FIRMAS