La seriedad de un país puede medirse por la calidad de su normativa y su estricto cumplimiento, por eso es tan deprimente el hazmerreír descomunal que supone la disposición transitoria primera de nada menos que la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. Esta ley de 2012 es esencial, junto al artículo 135 de la Constitución, para inspirar confianza a los inversores que aceptan cada año hacerse cargo de unos 200.000 millones anuales de deuda española. Pues bien, en la citada disposición se establece que en 2020 deberán cumplirse los límites establecidos en los artículos 11 y 13 de esta Ley». El 11 exige «equilibrio estructural» [acabar con el déficit crónico] y el 13, que la deuda pública no supere el 60% del Producto Interior Bruto.
¿Cómo está España a meses de tener que cumplir su ley orgánica? A una distancia tan sideral que la sitúa en el terreno de la ciencia ficción. La Comisión Europea estima que el déficit estructural de España es del 3,1% del PIB, el equivalente a unos 37.000 millones de euros. El nuevo Gobierno que salga de las urnas del 10 de noviembre debería por tanto hacer un ajuste durísimo en meses con recorte de gastos y subida de impuestos para respetar el artículo 11. En cuanto al artículo 13, la deuda pública supera el 98% del PIB por lo que el nuevo Gobierno debería lograr bajarla en 450.000 millones en un año para respetar esta disposición. Es extraterrestre.
Ninguno de los partidos que se presentan a las elecciones puede ni pretende alcanzar ambos objetivos ni por asomo. Además, tan estricto ajuste de caballo sería tan insólito como contraproducente para una economía española en desaceleración. Por eso, lo serio habría sido que bien el Gobierno del Partido Popular que confeccionó en 2012 esta normativa con excesivo optimismo o el PSOE que la heredó en 2018 hubiera intentado modificar al menos esta disposición de 2020 por su falta de realismo.
No se ha hecho y ahora hace daño a la vista que siga en vigor. Obviamente no se va a cumplir y habrá que aplazar prácticamente sine die tamaño reto de saneamiento de las cuentas públicas, pero eso no quiere decir que no haya que intentarlo con ambición en un plazo razonable. Uno de los grandes dramas de la economía española -y orillado en las superficiales campañas electorales- es precisamente el claro riesgo de insostenibilidad de la deuda pública. Con más del 70% de los bonos y obligaciones del Tesoro en manos del Banco Central Europeo y de fondos financieros internacionales, cualquier sospecha exterior de que España no pueda devolver su deuda estrangularía la economía y hundiría el país haciendo imposible sostener el Estado del Bienestar. Exigir una condonación sin más como hizo el efímero ministro de Economía de Grecia, Yannis Varufakis, es ilusorio. Grecia casi duplica la deuda de España y el Fondo Monetario Internacional ha admitido que es insostenible. Sólo el paraguas del BCE y las continuas refinanciaciones dan oxígeno a un país condenado, tras sus múltiples errores del pasado, a generar superávits cada año a largo plazo para intentar salir del hoyo.
España no es Grecia, nunca lo ha sido, pero el futuro no está escrito. Atención por ejemplo al informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) del pasado febrero: «Bajo un escenario de política incambiante, la AIReF estima que solo cinco comunidades alcanzarían una ratio de deuda inferior al de referencia en los próximos 30 años (Islas Canarias, Galicia, Madrid, Navarra y País Vasco). La senda de deuda se volvería insostenible en muchas comunidades y también a nivel de las Administraciones Públicas». Tampoco es alentador el último informe de los servicios de la Comisión Europea sobre los desequilibrios económicos de España comunicado al Parlamento Europeo, al BCE y a los ministros de Finanzas del Eurogrupo: «Los riesgos siguen siendo significativos a medio y largo plazo. La sostenibilidad de las finanzas públicas sigue sin estar garantizada». Por eso, la letra de la ley es un hazmerreir, pero ignorar su espíritu y principios no tiene ninguna gracia y llevará tarde o temprano a las lágrimas.
Carlos Segovia