El ideal del Estado transparente se ha impuesto definitivamente en todas las democracias, de tal manera que el objetivo de la transparencia total del poder político es ampliamente compartido. Y es coherente e inevitable que hayamos llegado a este fuerte consenso. Coherente, porque entronca con la esencia misma de la democracia, e inevitable, por el preocupante aumento de la desconfianza hacia los políticos y la necesidad de ponerle freno. Pero tiene también sus flancos débiles e incluso alguna consecuencia no deseada relacionada con los populismos.
En ese contexto, el Gobierno de Mariano Rajoy impulsó en 2013 la Ley de Transparencia, y logró su aprobación con los votos del PP, de PNV y CIU. Era una respuesta a la creciente indignación de la sociedad española con la corrupción, pero también la consecuencia de una ola internacional a favor de democracias más abiertas, más participativas y más transparentes. El deseo de un Estado transparente es común a todas las democracias del mundo y parte de la evolución natural de sus culturas políticas.
Pero, ¿son las leyes de transparencia armas eficaces para combatir la corrupción? Es cierto que tampoco otras muchas leyes han logrado acabar con el delito, ni siquiera reducirlo en bastantes casos, pero sí son instrumentos necesarios por su capacidad para poner la lupa sobre todas las actuaciones de los poderes públicos. Y seguirán existiendo corruptos, pero habrán de enfrentarse a muchas más dificultades y frenos.
Y, además, los deseos de transparencia responden igualmente a las reivindicaciones de profundización de la democracia. Si la democracia es el gobierno del pueblo, es indudable el derecho de ese pueblo a conocer todas las decisiones de los poderes públicos. ¿Pero también todos los datos privados de quienes toman las decisiones públicas? En este punto se plantea una de las dudas sobre la ola de transparencia, por la manera en que arrastra a las sociedades, a los medios de comunicación, a los propios políticos a exigencias crecientes sobre la transparencia total, no ya del Estado, sino de las personas que gestionan el Estado. La política es convertida en una actividad sospechosa y los políticos son sometidos a una inspección asfixiante de sus vidas profesionales y privadas de consecuencias preocupantes. Como el efecto de ahuyentar el talento de la política, o un segundo efecto no deseado de empeoramiento de la propia desconfianza en la actividad política.
Porque la ola de transparencia discurre sobre el supuesto de una corrupción muy extendida en el sector público, un supuesto basado en el ambiente social más que en los propios datos. Como le ocurre a la encuesta de Transparencia Internacional sobre corrupción, que clasifica a los países según grado de corrupción, pero con mediciones basadas en las percepciones de los ciudadanos y no en datos probados sobre la propia corrupción. Lo que alimenta un estado de alarma social y da excusas y justificaciones al populismo. Y aún hay un último problema, y es que la ola de transparencia se dirige hacia la política, pero apenas hacia otros poderes, y aún menos hacia los ciudadanos que, al fin y al cabo, tienen un peso esencial en las decisiones públicas con sus votos. Ponemos la luz sobre el Estado, pero ¿dejamos a oscuras la sociedad?
Edurne Uriarte