La lengua sabe de matices, claro, pero no tanto la política y el periodismo. En una España sin grises, en la que todo es negro o es blanco, observar y sobre todo contar lo que ocurre no es tarea fácil. Sabemos que las palabras no son inocentes y que hay algunas que tienen claramente la voluntad de engañar. Y, aunque como periodistas, tenemos la obligación de identificar esa manipulación y combatir esa tendencia peligrosa en la que el político, los partidos o el poder, en definitiva, presentan sus relatos como si fueran verdades absolutas, cuando no con voluntad de maquillar la realidad, hay serias dudas de que lo estemos consiguiendo.
En el ADN del periodismo están la información veraz, el rigor, la investigación, y la defensa de los débiles, pero por desgracia no tanto la obligación de cuidar la principal herramienta que manejamos: el idioma.
A lo largo de los años, cada vez más hemos ido percibiendo la información política como un lugar en el que se enfrentan pasiones más propias de la tragedia de Shakespeare que de cualquier otra cosa. Y lo grave es que con nuestro trabajo y la forma de contarlo lo hemos normalizado.
Los periodistas hemos contribuido a una simplificación en la forma de expresión y a una dialéctica creciente amigo-enemigo que ha acabado en un notable empobrecimiento en la forma de expresión. Esto por no hablar, claro, de que con la pérdida del matiz, aumenta el escenario de creciente polarización
Las palabras, claro que sí, no son inocentes. Lo sabemos. Y cuando los políticos se apropian de ellas, mala cosa. ¿Hacemos algo para intentar que no les pertenezcan y para que sean de dominio público y comprensibles para el mayor número de ciudadanos?
Nuestro trabajo consiste en evitarlo y, sin embargo, hay expresiones que ellos -los políticos- usan y nosotros -los periodistas- reproducimos, a pesar de que sabemos que se emplean claramente con la voluntad de despistar.
La escalada de eufemismos es amplia. Todos recordaremos que hubo un tiempo en que las reformas estructurales fueron recortes; la externalización de los servicios eran privatizaciones; la crisis de las preferentes, sencillamente una estafa; las ejecuciones hipotecarias, desahucios y los excluidos sociales, simplemente pobres.
Y los periodistas de pronto nos hemos encontrado con que ese tipo de lenguaje fagocitó la vida pública, pero, lejos de descifrarlo, terminamos por asumir los marcos lingüísticos de la política. Hemos contribuido, además, a una simplificación en la forma de expresión y a una dialéctica creciente amigo-enemigo que ha acabado en un notable empobrecimiento en la forma de expresión. Esto por no hablar, claro, de que con la pérdida del matiz, aumenta el escenario de creciente polarización.
Mal vamos si el lenguaje en el ámbito político-periodístico ha dejado de ser un instrumento para aproximarse a dinámicas de consenso para convertirse sólo en un instrumento de confrontación y casi en una herramienta de agresión.
Esther Palomera