Piedad, clama Shakespeare desde la tumba, dejen de malversar lo del invierno del descontento, que en la boca del Gloucester de Ricardo III es un verso portentoso y dicho por un tertuliano es una nadería, un tópico tan desgastado que la genialidad se ha convertido en guiñapo. Además es un tópico mentiroso porque, al contrario de lo que ocurrió en la crisis de 2008, el gran combustible político de este curso político no será el rencor sino el miedo.
La proximidad de un ciclo electoral impide que España se dé el baño de realismo que necesita. Se acabó la época del dinero barato, los bancos centrales están subiendo los tipos para forzar una recesión, el regulador europeo ha dejado de comprar deuda soberana y las reglas fiscales comunitarias, en suspenso desde la pandemia, pronto volverán a constreñir las cuentas de los Estados. Una campaña electoral es una tregua que se le concede a la realidad y -no sólo España, qué decir de Italia- demasiadas democracias en la era de la inestabilidad viven en permanente excitación electoral.
El gobierno español acaba de presentar un plan fiscal que confirma que los rumores sobre su decrepitud no eran en absoluto exagerados. Por de pronto, Pedro Sánchez ha tenido que conciliar la angustia por la exitosa ofensiva emprendida por el PP con la necesidad de satisfacer las demandas de Unidas Podemos. El resultado es pobre, incluso si se le concede el beneficio del cálculo más optimista, porque si se pretende, como se pretende, actualizar las pensiones al ritmo de la inflación, subir los salarios públicos y sufragar todas las políticas expansivas que se disparatan en un año electoral, los 3.100 millones de ingresos extra se antojan una bagatela.
Parecería que el único problema de España es su economía y, desafortunadamente, no es así. Sólo es su cuestión más urgente
Así expuesto el diagnóstico, parecería que el único problema de España es su economía y, desafortunadamente, no es así. Sólo es su cuestión más urgente y, para entenderlo, basta ponerse por un segundo en la piel de una familia con una hipoteca de tipo variable. Pero hay otros problemas que, aunque tienen una difícil traducción al lenguaje común, tienen aun mayor incidencia en la salud de la democracia.
El sistema está aquejado de una grave osteogénesis, que dicho en vulgo es como si tuviera las instituciones de cristal. La colonización partidista se considera un fenómeno naturalísimo, tanto que no supone ningún coste espetarle a un comisario de Justicia de la Unión Europea que ni por asomo se atenderá a su demanda de dotar de mayor independencia al órgano de gobierno de los jueces. Al español se le ha impartido esta legislatura una pedagogía perversa, según la cual no hay una sola convención que no pueda ser sometida a transacción. Por convención se entiende aquel acuerdo tácito y con vocación permanente que no necesita ser explicado. A saber, que la democracia es necesariamente limitada, que el poder no se puede indultar a sí mismo, que hay pactos que destruyen la convivencia y que el interés nacional no es una línea de crédito para financiar la carrera política de nadie. Las convenciones son necesarias, porque uno no puede ir por la vida recordándole constantemente a sus vecinos lo obvio. Cabría esperar que el partido que durante más tiempo ha gobernado España, que es el PSOE, fuera el principal interesado en la permanencia de las convenciones.
La economía es lo urgente, pero puede que no sea posible practicarle la cura de realidad que precisa si antes no se atiende a lo importante. De ahí que también preocupe la querencia que se le adivina al PP siempre que acaricia el poder. Un partido no puede aspirar a ser una unidad de intervención económica de emergencia. No es que no que no deba por su propio interés, es que ni siquiera eso es realmente eficaz para la economía.
Lo que delata a quien malversa el célebre verso del Ricardo III de Shakespeare es que en realidad es el comienzo de una celebración: «Ahora el invierno de nuestro descontento se vuelve verano con este sol de York; y todas las nubes que se encapotaban sobre nuestra casa están sepultadas en el hondo seno del océano». Ojalá el próximo verano, o a más tardar el siguiente, pueda recitarse de una vez con propiedad en España.