¿No observamos algo parecido a la sustitución del Derecho por el consenso? Esta última es, sin duda, una palabra seductora, que evoca el acuerdo, el entendimiento, la paz social. Pero termina siendo tramposa, como tramposa era la aspiración de Rousseau a una sociedad unánime hasta que se da en convenir en que el único equilibrio posible es la aceptación de la voluntad mayoritaria, de someternos a la misma sin renunciar a las convicciones y opciones personales.
¿Quién podría discrepar del consenso, si este fuese realmente tal? Si la sociedad unánime es imposible, el consenso –como realmente ocurre– sólo se puede dar entre grupos de interés, comunidades o partidos que pretenden dar cuerpo a la ficción de que actúan como individuos. Pero es el Derecho y no el consenso el que puede garantizar la libertad, que supone, como escribió Lord Acton, la seguridad de que cada ser humano tendrá la protección suficiente para hacer lo que cree que debe hacer frente a la influencia de la autoridad, de las mayorías, de la costumbre y de la opinión. Si se discrepa del consenso se rompe y la pluralidad se convierte en malditismo. Sólo el Derecho respeta la discrepancia y las minorías.
Es el Derecho y no el consenso el que puede garantizar la libertad, que supone, como escribió Lord Acton, la seguridad de que cada ser humano tendrá la protección suficiente
Quizá el barullo político en el que estamos tenga algo que ver con esto. Hay quien insiste en que vivimos la oportunidad histórica de cambiar el modelo de Estado, de pasar de una España que llaman “rancia” a otra que dicen desear “plural”. La pluralidad, así, deja de ser la posibilidad de mantener distintas opiniones, de contar con un método razonable de confrontación ideológica, de respeto a las minorías, para convertirse en la convivencia de comunidades. Se proponen reformas institucionales, como la del Senado, para que, en vez de los ciudadanos, incluso de los ciudadanos de las comunidades autónomas, estén representadas estas. Se presentan los Estatutos de Autonomía no como las reglas de juego dentro del marco de las competencias propias y la eficacia ante los ciudadanos sino como “proyectos de convivencia” entre las comunidades o entre ellas y el Estado. Se conciben extravagantes organismos como la Conferencia de Presidentes que, sin competencias ni reglamento alguno, trata de maquillar todas estas trampas: la sustitución de los ciudadanos por las comunidades, la del Derecho –fruto de las mayorías legítimas– por el consenso.
Alemania es hoy un doloroso ejemplo de cómo el consenso entre comunidades, además de solapar el juego de la democracia (que es un sistema de individuos, de voluntades y derechos individuales), paraliza los proyectos políticos. Si allí se pretende corregir el desaguisado, aquí queremos, al parecer, recorrer el camino inverso con el ropaje de supuestas patrias y el recurso a las identidades que, en este maremagnum, se atribuyen los derechos que no se quiere que sean de los ciudadanos. Se impone, así, un consenso de identidades y se acalla la autodeterminación moral de los individuos para que se oiga el ruido de autodeterminaciones territoriales. “Para la mayoría –escribe Dahrendorf– pertenencia y patria significan ante todo homogeneidad”. Y la homogeneidad es fruto del consenso, no del Derecho y la democracia.
No es una vuelva de tuerca, sino una vuelta atrás. Si la modernidad es, de acuerdo a la vieja fórmula del status a los contratos, de las posiciones privilegiadas e indiscutidas a las instituciones que diman de la libertad de los individuos, la estamos abandonando vertiginosamente. No discutimos en España, asépticamente, sobre modelos de Estado, sino sobre el destino de las libertades individuales. Lincoln, en su famoso discurso de Baltimore, ya sabía que la guerra de secesión estaba basada en un equívoco similar.