Los presupuestos no son para tres años

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El año empieza con la buena nueva de unos presupuestos del Estado en los que hay base para (tratar de) atender las múltiples necesidades que ha provocado la devastadora pandemia del coronavirus. Qué menos, se podrá replicar desde la lógica del funcionamiento de las instituciones y desde el sentido común cuando el país vive una situación de máximas urgencias. Sí, las instituciones han funcionado, pero el esfuerzo ha sido de tal calibre por las arduas negociaciones, y la crítica de quienes rechazaban participar en ellas, que una mayoría da por bueno que las cuentas del 2021 se estiren un trienio.

No debería asumirse con naturalidad el incumplimiento del mandato constitucional que establece la presentación cada septiembre de cada año un proyecto de presupuestos. El poder ejecutivo debe hacer entrega al poder legislativo de su plan anual. La anomalía se ha instalado en el último trienio en el que se ha dado por bueno que los del 2018 lleguen hasta el final del 2020. No hay ilegalidad en ello, puesto que están previstas las prórrogas, de la misma manera que hasta no hace mucho la pérdida de la votación más importante para un gobierno, como son los presupuestos, equivalía a la convocatoria de elecciones. Así lo hizo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en 2018. Probablemente no tuvo más remedio ya que el rechazo de sus cuentas que, además, llevaba aparejado la declaración firme de sus posibles aliados de que no iba a contar con ellos ni un solo día de la legislatura. Esta había muerto.

Solo unos meses antes, el anterior jefe de gobierno, Mariano Rajoy, había sacado las cuentas, con la proclama de que la legislatura estaba asegurada, aunque quedaba ¡casi tres años! para su fin. La moción de censura truncó todos los planes pero la intención, como ahora, era la de que el presupuesto fuera trianual. Con ello, prórroga tras prórroga, los gobiernos se ahorran el desgaste de la negociación, la más genuina expresión de la política en democracia.

Pasará un año y aunque la imprevisibilidad es absoluta, los partidos podrían trazar un camino para elaborar unos presupuestos en el que todos pongan su sello. Cada cual, sin perder su identidad política, puede formar parte del esfuerzo común ante una tragedia como la que vive el país

No hay que llamarse a engaño respecto a la repercusión y la trascendencia en la sociedad de la duración de un presupuesto. La ciudadanía está absorta en los efectos de la pandemia. En los envites de la enfermedad, en primer lugar, y en los zarpazos que sufre la economía. Sí es consciente del enfrentamiento entre partidos, sin tregua, ante los desastres del coronavirus.

Hay un año por delante para que las fuerzas políticas evalúen la situación de la nación. Estas cuentas producirán un fuerte déficit pero no es tiempo de austeridad, según anima la propia Comisión Europea. Ahora a gastar para sacar del pozo a quien ya lo está, y a evitar que caigan más familias y empresas, en seguimiento de las recomendaciones de todas las instituciones internacionales. Los siguientes presupuestos no pueden tener similitud con estos; menos que nunca deberían ser prorrogables.

Pasará un año y aunque la imprevisibilidad es absoluta, los partidos podrían trazar un camino para elaborar unos presupuestos en el que todos pongan su sello. Cada cual, sin perder su identidad política, puede formar parte del esfuerzo común ante una tragedia como la que vive el país. Las comunidades autónomas, en su mayoría, dan muestra de que es posible un hilo común entre ellas y la administración central.

Las cuatro décadas de democracia no ofrecen ejemplos, en efecto, de acuerdo entre los partidos que pueden gobernar para aprobar las cuentas del Estado. Así es. No hay precedentes. Tampoco los hay de una pandemia.

Anabel Díez